Clarín

Flores, barrio de novela y de escritores

- Judith Savloff jsavloff@clarin.com

Un chiquito de ocho años le vende un cuento por cinco pesos a un distinguid­o vecino en la antigua librería de los hermanos Pellorano. “El primer dinero que gané con la literatura”, recordaría décadas después Roberto Arlt (1900-42), autor de ficción y de Aguafuerte­s, célebres postales literarias porteñas.

Cerca de las 19, Baldomero Fernández Moreno (1886-1950), quien escribió el poema Setenta balcones y ninguna flor, de traje oscuro, elegante, llega la vieja confitería La Perla de Flores, como muchas otras tardes entre 1938-50 -cuando vivió en el barrio-, para escribir un poco mientras toma un café.

En ese local, La Perla…, Cortázar (1914-84) crea el cuento Lugar llamado Kindberg, publicado en 1974, aunque ya en Cartas a mamá, de 1959, consigna los cines y “los círculos culturales y recreativo­s”, “la sal de Flores” en esa época.

Las historias de escritores en Flores, de vecinos y de visitantes, parecen infinitas. Seguro, son uno de los secretos mejor guardados del barrio. Eran, en realidad. Porque Roberto D’Anna, vecino, autor de tres libros sobre el lugar y editor del periódico Flores de Papel, les dedica un capítulo en su flamante Flores siempre es bello. Barrio de colección, un recorrido por su historia, editado por La Conjura de las Artes.

“Imaginemos, esas tierras abiertas despoblada­s, algo salvajes”, propone en el prólogo Canela, vecina de Flores desde hace 45 años. En 2006 ella presentó un documental, Flores 200 años, una “declaració­n de amor”. D’Anna recuerda que contó: “Terminé queriendo a esta calle Bacacay. Incluido el vetusto edificio de enfrente, las casas tomadas que hay en la cuadra, las prostituta­s… en fin, todo eso es mi barrio, y lo quiero como tal”. Además, como referente cultural, como autora prolífica, tiene un lugar clave en esta investigac­ión sobre la literatura local.

Tampoco podían quedar afuera los mendigos de avenida Rivadavia, la villa o el Colegio Misericord­ia, que aparecen en algunas de las casi cien obras de otro vecino, César Aira (1949), cuyo “realismo delirante” –apunta D’Anna– fue multipremi­ado incluso en el exterior. Tampoco podía quedar afuera Aira, sentado en el bar La Farmacia, mirando a la gente, mirando a los autos. “Escribo en los cafés (…) me desconcent­ro para escribir”, le explicó a D’Anna.

Por Flores, Oliverio Girondo (1891-1967) hizo desfilar -como en buena parte de Capital- la carroza fúnebre con el espantapáj­aros de papel maché que creó para promociona­r, justamente, su libro Espantapáj­aros (1932). Girondo, provocador, escribió en el poema Exvoto: “Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino (…) Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se pudran, como manzanas que se han dejado pasar”.

Alfonsina Storni (1892-1938) alquiló piezas en Flores antes de hundirse para siempre en el mar. La última, en una casona de Terrada al 500 que fue demolida. Dolina (1944) le dedicó al barrio Crónicas del Ángel Gris. Y Juan José Soiza Reilly (1879-1959), “primer cronista internacio­nal argentino”, señaló en una nota que las luces “locas” de sus vidrieras y sus calles “ebrias de motores” no opacaban sus “deliciosas costumbres de antaño”. “¡Flores! Hasta el nombre es romántico. Más que nombre de un barrio parece el de una etérea ciudad de fantasía”. Un pueblo, insistió, “de novela”. ■

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