Clarín

Una sensación de dicha y reposo bajo la tibieza del agua

Fragmento de “Mount Otriol”, novela de Guy de Maupassant publicada en 1886.

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Christiane entró en el balneario, saludó con una a sonrisa al cajero sentado a la derecha de la entrada, le dio los buenos días al antiguo carcelero, sentado a la izquierda. Luego le extendió un vale a una empleada que iba vestida como la de la fuente y la siguió por un corredor al que daban las puertas de los cuartos de baño. La hiciron entrar en uno de ellos, de paredes desnudas, donde no había más que una silla, un espejo y un calzador, mientras que un hoyo grande y ovalado, cubierto de cemento amarillo como el suelo, hacía las veces de bañera,

La mujer abrió una llave semejante a las de las bocas de riego de las calles, y el agua salió de una abertura pequeña, redonda y con rejilla, en el fondo de la cubeta. No tardó esta en llenarse hasta los bordes mientras el sobrante corría por un pequeño canal que se metía en la pared.

Christiane, que había dejado a su doncella en el hotel, rechazó la ayuda de la auvernesa para desnudarse y se quedó sola diciendo que llamaría si necesitaba algo y para que le trajeran la ropa.

Se desnudó despacio, mirando los movimiento­s invisibles de aquella agua que se estremecía en la cubeta clara. Cuando estuvo desnuda, metió un pie. Una agradable sensación de calor le subió hasta la garganta. Luego metió en el agua tibia primero una pierna, después la otra, y se sentó en medio del calor, de aquella envolvente suavidad, en aquel baño transparen­te, en aquel manantial que corría por encima, cubriéndol­e el cuerpo de burbujas de gas. Por las piernas, los brazos, los pechos también. Miraba sorprendid­a aquellas innumerabl­es y finísimas gotas de aire, que la vestían de pies a cabeza con una coraza completa de perlas menudas.

Y aquellas perlas tan pequeñas salían volando de su carne blanca y corrían a evaporarse a la superficie del baño, expulsadas por otras que le nacían del cuerpo. Le nacían de la piel como frutos livianos, inasibles, encantador­es.

Y christiane se encontraba tan a gusto allí dentro, tan suave, blanda y deliciosam­ente ceñida, acariciada por el agua en movimiento, por el agua animada del manantial que brotaba del fondo de la cubeta, bajo sus piernas, y huía por el pequeño agujero de la bañera, que habría querido quedarse allí para siempre. La invadía, junto con el calor exquisito de aquel baño, la sensación de una dicha reposada en que se mezclaban descanso y bienestar, pensamient­os tranquilos, salud, alegría discreta y regocijo silencioso. Y soñaba, vagamente mecida por el gorgoteo del agua sobrante, que corría; pensaba, como si soñara, en lo que haría dentro de un rato, en lo que haría al día siguiente, en los paseos que daría, en su padre, en su marido, en su hermano, y en aquel muchacho alto ante el que se sentía algo violenta desde la aventura del perro. No le gustaban las personas arrebatada­s.

Ningún deseo le agitaba el alma, Fue un escritor francés, autor principalm­ente de cuentos, aunque escribió seis novelas. También se destacó como deportista de remo.

sosegada como el corazón en aquella agua tibia, ningún deseo, salvo aquella confusa esperanza de un hijo, ningún deseo de vivir una vida diferente, de sentir emoción o pasión.

Se asustó porque alguien abría la puerta. Era la auvernesa que le traía la ropa. Ya habían transcurri­do los veinte minutos, ya había que vestirse. Aquel despertar fue casi un disgusto, casi una desdicha; sentía deseos de rogarle a esa mujer que la dejase aun unos minutos, luego pensó que todos los días difrutaría de nuevo de esa satisfacci­ón, y salió de regañadien­tes del agua opara envolverse en un albornoz caliente, que la quemaba un poco. ■

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Guy de Maupassant (1850-1893)

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