Clarín

¿Así que, según usted, eso que llaman Amor existe?

Fragmento de “En Grand Central Station me senté y lloré”, de Elisabeth Smart.

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Estoy echada al sol, junto al estanque; él se acerca a través de los bambúes, como la tierra surge del caos. Pero yo soy la tierra, y él es el rostro que emerge de las aguas. Él es la luna dueña de la mareas, es el rocío y la lluvia, es todas las semillas y la miel de añor. Siento crujir mis huesos, apretados como los bambúes. Yo soy la tierra que perforan, para crecer, las plantas. Cuando germinen, también seré un dios.

Y hay tanto para mí, soy de pronto tan rica, sin haber hecho nada para merecerlo, para tener las manos llenas, llenas a rebosar. Y todo después de una larga travesía del desierto. Todo después de que hubiera aprendido a decir: Nada soy, y no merezco nada.

Los pinos caudalosos dejan caer sus piñas cónicas; las palmeras desmelenad­as, con los pantalones cayéndosel­es, dicen: Hoy ha ocurrido, el milagro ha llegado, todo empieza hoy, todo lo que tocas acaba de nacer; la luna nueva con su séquito de estrellas; el soleado día, arrebolánd­ose con el fulgor del gozo; toda la parafernal­ia de la existencia, mis tristes compañeros de estos últimos veinte años, las ollas y sartenes de la cocina de la señora Wurtle. Calles como cintas, geranios marchitos. Flacas piernas de niños. El mundo entero me invita a su alegría, se abalanza eléctrico a abrazarme, reclamando al fin por su nacimiento.

¿Qué va a ocurrir? Nada. Todo ha ocurrido ya. El tiempo entero es ahora, y el tiempo no puede ofrecer algo mejor. Nada puede ser más ahora que ahora. No hay hechos menores en la vida. Solo existe uno. Un solo hecho, único y colosal. Podemos abarcar el mundo en nuestro amor, y ninguna irritación es capaz de perturbarl­o, ni siquiera la envidia.

Por la noche, el señor Wurtle adopta un género jurídico y me interroga: “¿Así que según usted, eso que llaman Amor existe? Me apoyo en el almohadón, desfalleci­ente por culpa de esta separación de algunas horas y suspiro: “Sííí”. Tras lo cual él, como si estuviera describien­do otros mundos, tan liliputien­ses para mí, tan insignific­antes que con mi compasión los ahogo, describe sus intrigas, fustiga el Verbo que fue al Comienzo.

El estruendo de mis mares interiores, el deslumbram­iento de este cataclismo que es el amor al nacer, no me deja oír con claridad lo que dice. Pensar una respuesta es como despertar a alguien que duerme con un sueño de plomo y ansía seguir durmiendo. Sonrío, pero estoy en trance: no hay realidad sino el amor.

No alcanzo a advertir el comienzo del antagonism­o del mundo: el odio que a los mediocres inspiran los milagros. Lo único que quiero es que todos se vayan y me dejen mil vidas para rumiar, solo rumiar, mi cumplimien­to. Fue una poetisa y novelista canadiense. Comenzó a escribir a edad temprana: publicó su primer poema a los diez años y reunió su primer libro de poemas a los quince.

Durante tanto tiempo fui burlada. El sentido aleteaba por encima de mi cabeza, siempre fuera de mi alcance. Ahora ha anidado en mí. Se ha hincado en el centro mismo del blanco. Yo amo, amo… pero él es también todas las cosas: la noche, las mañanas elásticas, las altas flores de Pascua y las hortensias, los limoneros, las palmeras, las frutas y verduras en brillantes hileras, los pájaros en el pimentero, el sol en el estanque.

No queda sitio para la compasión, sea la que sea. En un corazón sangrante, no hallaría sino júbilo por la belleza del rojo. ■

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