La huérfana más alta y enigmática del mundo
Fragmento del libro “El árbol y el camino”, del escritor francés Michel Tournier, ambientado en la Segunda Guerrra.
Es el avatar más loco y cruel del eterno femenino que Occidente haya producido jamás. Su cuerpo inmenso y enjuto está coronado por una cabecita perfectamente hermosa, con el cráneo rapado y la mirada repleta de tristeza. Hay en ella algo de muñeca de cera y de la reina Cleopatra recién extraída de sus vendajes. Se la ha visto completamente desnuda y pintarrajeada desde los pies al occipucio. Enroscada por una liana verde alrededor de un tronco. En una playa arenosa, el fotógrafo ha sacado en primer plano una alfombra de guijarros redondos: uno de ellos es la cabeza de Verushka, que parece dormir, con los ojos bajos…
No es un azar si esta fantástica creatura ha surgido directamente de las más dramáticas circunstancias históricas. 20 de julio de 1944. A las doce cuarenta y dos, una bomba explota en el salón de conferencias de la “Breche-au-Loup”, en Rastenburg (Prusia Oriental), donde Hitler examina con su Estado Mayor el mapa del frente. El Führer no está más que levemente herido. La represión es feroz. El número de detenidos y encarcelados supera el de siete mil. El de las ejecuciones se aproxima a las cinco mil, entre ellas tres mariscales. Sin haber sido uno de los protagonistas del complot, el conde HEINRICH VON Lehndorff es uno de los representantes más ejemplares de la aristocracia prusiana oriental, visceralmente antinazi. Caballero -su tío había dirigido las caballerizas imperiales der Trakehnen- y gentilhombre rural, heredero de las cerca de seis mil hectáreas del señorío de Steinort, sobre el gran lago Mauer.
Prevenido la víspera del atentado, Heinrich von Lehndorff abandonó Steinort, se puso en el camino el uniforme de gala y se dirigió a Königsberg, donde tenía que asegurar el gobierno militar en nombre de los insurrectos. Al final de un día de espera mortal, se enteró del fracaso del atentado. Volvió en coche a Steinort, donde entró a acaballo y de civil. Estaba totalmente desengañado. ¿Qué hacer?
Decidió quedarse. Sin embargo, cuando al día siguiente vio detenerse frente al castillo un coche de la Gestapo, lo arrastró el instinto: se hundió en aquellos bosques que conocía desde su infancia, y donde hasta los perros perdieron su pista. Unas horas después, pudo más el sentido de sus responsabilidades, y telefoneó desde un pabellón de caza para que fueran a detenerlo. Fue encarcelado en Königsberg y después transferido a Berlín. Pero la voluntad de vivir fue otra vez mayor. Durante el traslado, consiguió saltar del coche celular y desaparecer de nuevo. Agotado, terminó pidiéndole asilo a un guarda forestal, que lo entregó. Su mujer, Gottliebe von Lehndorff, fue detenida y separada de sus tres hijas, Marie-Eléonora, Véra y Gabrielle, de siete, cinco y tres años de edad. Pocos días después, dio a luz a la cuarta. Todos los hijos de los conjurados fueron secuestrados y concentrados bajo nombres falsos en un pueblo de Turingia.
Desde su celda de condenado a muerte, Heinrich von Lehndorff le hizo llegar una última carta a Gottliebe. La pidió perdón par haber puesto en peligro la vida de todas y bendijo a la pequeña Katherine, a la que nunca llegó a ver. El 4 de setiembre de 1944 fue colgado con una cuerda de piano a unos ganchos de carnicería, bajo el ojo de una cámara que filmaba la agonía de los torturados para entretenimiento posterior de las veladas del Führer. Tenía treinta y cinco años.
En el principio había el paraíso de Steinort. Después, el purgatorio de la guerra, y el infierno del 20 de julio de 1944, y aquel otro infierno que fue el hundimiento de toda Alemania. De todos estos escombros, se vio después surgir, crecer y crecer a esa muchacha que dejó estupefactos a todos, la antigua pequeña Véra, que tenía cinco años y el rostro de un ángel cuando su padre fue colgado. Y que poco a poco iba a convertirse en la Verushka que se disputan todas las grandes revistas del mundo, ese cuerpo de liana gigante, el rostro enigmático de andrógino calvo, y el erotismo sabiamente sofisticado…
Sin duda hizo falta todo aquel esplendor perdido, aquel coraje, aquella generosidad y aquellas ruinas, toda esa sangre y esas lágrimas, para que saltara a la luz por fin esta flor tropical y venenosa que Baudelaire hubiera amado apasionadamente. ■