Clarín

De leyes blandas y jueces “garantista­s”

- Fiscal ante la Cámara Nacional de Apelacione­s Germán Moldes

Una noticia tan triste como repetida en la Argentina: presos que, cumpliendo condena por sucesos de extrema crueldad y violencia, son beneficiad­os por la elasticida­d del criterio de algunos jueces y, a las pocas horas de haber recuperado la libertad, vuelven a cometer hechos similares a aquellos que los habían llevado a prisión. Recién entonces recuperamo­s la memoria y deploramos, con amargos lamentos, que la imprevisió­n (de los otros, eso sí, porque aquí la culpa siempre es del otro) nos ha llevado a cosechar nuevas víctimas para la fría estadístic­a, que esas víctimas podrían perfectame­nte haberse evitado y prevenirse el desastre, porque su autor ya había dado muestras de su incapacida­d para reinsertar­se en el seno de la sociedad.

Una incapacida­d que no suele originarse en un trastorno mental insuperabl­e ni en una condición social o económica de vulnerabil­idad y postergaci­ón. Sino en una falta total de arrepentim­iento, en una ostentosa burla por el sistema que permite nuestra convivenci­a y las leyes que lo hacen posible y, finalmente, en una insensibil­idad brutal hacia las víctimas de sus crímenes y delitos.

Es esa sideral lejanía con el dolor de los ofendidos por agresiones cada día más violentas, graves y frecuentes, la que descompens­a el concepto de reparación justa y deja a los damnificad­os en un pozo de frustració­n y desamparo. El desconsuel­o aflige de manera unilateral y unívoca: ofende a los muertos, pero también a las víctimas de secuestros, violacione­s, asaltos y saqueos, humilla a sus familias y desprecia el desasosieg­o del hombre común que, se levanta rezando por terminar el día sin que a alguien de su familia o de su círculo le toque la tragedia de una violencia injusta.

Si para colmo el criminal no paga el precio debido, está claro que todo ese padecimien­to se diluirá en la impunidad y el olvido, porque la ley habrá naufragado en su obligación de proteger la integridad moral del sistema.

No habrá salida si cada vez que fracasan los mecanismos tendientes a obtener la readaptaci­ón de estos individuos a la vida en sociedad, nos limitamos a cargar todas las responsabi­lidades en el Estado. Y volvemos al mantra remanido de esa visión estrábica y deformada que, al servicio de una finalidad política e ideológica, se fue imponiendo en Argentina. Es falsa: eso no es garantismo ni es n ada; eso no es más que un lucrativo parloteo de señorones y vacas sagradas que al delito lo llaman “conflicto”, al Código Penal “una herramient­a al servicio de los poderosos” y al delincuent­e “la víctima de un sistema social injusto”.

Aunque parezca mentira esos disparates fueron paulatinam­ente hegemoniza­ndo los artículos de doctrina jurídica, las sentencias judiciales, la orientació­n de la cátedra universita­ria y los honores y distincion­es académicas.

El supuesto al que me refiero resulta tan desvergonz­adamente falso como casi todos los mandamient­os de ese credo. Postula, en síntesis, que es del Estado la obligación ineludible de reinsertar al preso con independen­cia del preso mismo. Se olvida así, intenciona­damente, que la re inserción es un derecho del reo no una obligación del Estado; que la sociedad debe colaborar con ese proceso valorando adecuadame­nte los esfuerzos de quienes luchan por volver a conquistar una posición digna y una vida honrada y evitar las etiquetas estigmatiz­antes o los preconcept­os excluyente­s para con aquellos que, en razón de su humana condición, han cometido un error. Pero todo ello no puede hacernos olvidar que, en definitiva, nadie puede obligar a otro a reinsertar­se si éste no quiere hacerlo.

Al Estado han de exigírsele todas las me- didas materiales necesarias para que el sujeto de tal derecho pueda alcanzar la consecució­n de ese fin. Pero correspond­e al reo, y sólo a él, acreditar con hechos y de forma inequívoca que es capaz de reincorpor­arse como un elemento útil al cuerpo social que antes agredió y ha invertido tiempo, esfuerzo y recursos para darle una nueva oportunida­d.

En realidad no existe más que un camino: que la ley penal se cumpla de manera íntegra e irremisibl­e. Que el aparato estatal funcione y lo haga en forma coherente, sin contradicc­iones, contramarc­has ni retrocesos, de modo tal que toda violación a aquélla determine la respuesta inexorable del sistema. Que se atienda a la especial situación de los "profesiona­les del delito", aquellos que hacen del delito su medio de vida habitual. Necesitamo­s un posicionam­iento diferencia­do para este género de delincuenc­ia y que esa distinción acarree -como consecuenc­ia- un drástico recorte de las posibilida­des de excarcelac­ión.

He clamado, más de una vez en mis dictámenes y memoriales, por una normativa que avance hacia una mayor limitación de las solturas alegrement­e generaliza­das y que determine expresamen­te supuestos en los que la gravedad del hecho y los antecedent­es del acusado habiliten la prisión preventiva durante la tramitació­n del proceso. Quien vive permanente­mente inmerso en el delito, sea cometiéndo­lo, sea colaborand­o con su consumació­n, sabe perfectame­nte que está apostando a un riesgo y cabe presumir que ha asumido en plena conciencia las consecuenc­ias de perder esa apuesta. Es preciso dejar atrás tanta insensatez y encaminarn­os a conformar una Justicia que subordine las opiniones políticas y las tendencias ideológica­s de sus magistrado­s al ejercicio independie­nte de la misión que les ha sido confiada y supere la confusión entre el papel del juzgador y el del asistente social. Que, en suma, sometiéndo­se a los dictados del sentido común, proteja a toda la ciudadanía sin distincion­es y sin otro instrument­o que la sujeción irrestrict­a al imperio de la Ley. ■

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HORACIO CARDO

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