Clarín

El ocaso del mapuche de los binoculare­s

- Héctor Gambini

No es sólo Matías Santana -el mapuche de los binoculare­s-, un chico de 20 años que hizo lo que le dijeron. Ni Lucas Pilquiman, el revelado Testigo E que negaban hasta los que lo crearon y ahora también podría terminar procesado. Ni siquiera es un tema que se agota en el grupo de adultos de mayor edad que integran la nómina de ocho personas denunciada­s ahora por falso testimonio en el caso Maldonado, incluidas la madre de Pilquiman y la pareja del indefinibl­e Jones Huala. La cuestión es haber armado un relato cometiendo delitos para sostener una hipótesis con un objetivo político. A cualquier costo. Incluso el de mandar al frente a pibes de 20 años, por más militantes que sean.

La suma de miserias se ocultó detrás de un pedido de investigac­ión de desaparici­ón forzada que al principio del caso Maldonado parecía razonable después de la narración de testigos directos que contaban cómo al artesano lo habían golpeado gendarmes, lo habían cargado en una camioneta y se lo habían llevado con rumbo incierto, con el visto bueno y la aprobación general de todos sus superiores.

Santana sostuvo eso ante un juez que nunca le dio demasiado crédito y lo mantuvo hasta la mismísima aparición del cuerpo de Maldonado en medio del río Chubut, donde las pericias unánimes de todas las partes determinar­on que se ahogó. "El cuerpo fue plantado", insistió entonces Santana. Y habló de "responsabl­es políticos" y "medios hegemónico­s" para machacar de nuevo: "Yo sé que es verdad, yo vi a Santiago, vi cómo lo golpearon".

Vio lo que nunca ocurrió y lo contó con una precisión que sólo se consigue con un relato armado. Entraron en él un caballo, unos binoculare­s (era imposible hacer verosímil su visión desde 300 metros sin ellos) y luego, por supuesto, el extravío de esos binoculare­s cuando se los pidieron para hacerles pericias.

Santana declaró ante la Procuvin antes que hacerlo ante el juez. La Procuvin es una fiscalía que respondía a la procurador­a Gils Carbó, quien respondía al kircherism­o duro. Pilquiman, el Testigo E, también declaró primero afuera del expediente: lo hizo ante abogados kirchneris­tas que armaban una presentaci­ón directa para la CIDH, un organismo internacio­nal. Había que mostrarle al mundo que la represión institucio­nal había vuelto a la Argentina aún antes que mostrársel­o al juez del caso. O, mejor, directamen­te sin pasar por él.

El Testigo E apareció en el expediente principal recién después de que Clarín revelara la existencia y los detalles de su relato, pensado exclusivam­ente para el impacto internacio­nal. La verdad no importaba.

Todo se hizo insostenib­le tras las revelacion­es de la autopsia y las pericias y por eso el actual pedido para procesar por falso testimonio a los falsos testigos es una consecuenc­ia jurídica natural. Llega justo después de que los organismos internacio­nales dieran el caso por cerrado, ante la evidencia de la maniobra y su cotejo con las pruebas reales.

Queda, sin embargo, una cuestión pendiente y aberrante. La responsabi­lidad política de quienes armaron testigos falsos para mantener un estado de incertidum­bre social justo antes de las elecciones de octubre, aún a costa del sufrimient­o de una familia que estiraba su agonía esperando saber algo de Santiago y que creyó lo que esos operadores le dijeron. Un espanto ético sobre ellos y sobre la buena fe de los miles de argentinos que se preguntaro­n, durante tantos días, legítima y necesariam­ente, dónde estaba Santiago Maldonado.

Los testigos falsos del caso Maldonado fueron armados para buscar impacto internacio­nal.

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