Clarín

Lula en el banquillo, algo más que un proceso judicial

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi

Si la visión realista aún le obedece a Lula da Silva, comprender­á en estas horas que el fallo del miércoles del tribunal de Porto Alegre desmanteló hasta los cimientos su proyecto electoral. Las apelacione­s de sus abogados improbable­mente torcerán esa decisión que ratificó en toda la línea la condena que le impuso el año pasado el juez estrella de la investigac­ión del Lava Jato, Sergio Moro. Cuando presente su candidatur­a, si persiste como ha dicho en hacerlo, es muy seguro que las autoridade­s electorale­s la rechazarán basados en una ley que promulgó el propio líder del PT, de “ficha limpia”, que impide a cualquier dirigente postularse si tiene una condena ratificada por corrupción.

Su carrera política puede correr el mismo destino, pero ahí, en cambio, todo dependerá de si logra mantener unido a su partido. el PT, que deberá asumir la derrota y buscar una alternativ­a para las elecciones de octubre. El propio Lula había señalado hace no mucho, y quizá por aquella cuota de realismo, a Jacques Wagner, su ex ministro de Trabajo, un líder político de Bahía y cofundador de la organizaci­ón que lo llevó dos veces a la presidenci­a. En ese aspecto, la suerte del ex mandatario quizá sea mejor.

El cemento al que apostará para mantener unido a un PT cruzado por graves denuncias de corrupción y deliberaci­ones internas que lo han menguado no será sólo la narrativa victimizad­ora de una proscripci­ón, que es el relato al que ha apelado en los últimos días previos a la decisión del tribunal. El propulsor de esa identidad opositora será la crisis económica y sobre todo social que atraviesa a la mayor economía sudamerica­na. Es ese trasfondo el que explica que Lula hasta ahora siga siendo el candidato con mayor apoyo y amplia diferencia para las elecciones de octubre. El PT se maquillará nuevamente como la voz de quienes sufrirán el peso del ajuste, especialme­nte en el norte del país, que demorarán en recibir los efectos de las mejoras que han comenzado a exhibir los números macros del país revirtiend­o tres años de contracció­n y recesión.

El fracaso de Lula no debería ser leído solo como un golpe excluyente para el ex mandatario. Parte del establishm­ent brasileño apostaba no tan silenciosa­mente a este dirigente multifacét­ico que esgrime una progresía en la tribuna que apenas esconde su visión real del mundo mucho más pragmática. Sus gobiernos, sobre todo el primero, generaron una tasa de ganancias sin precedente­s para el empresaria­do y especialme­nte la banca de su país. De la mano del tirón chino y el hallazgo, por entonces a valores productivo­s, de yacimiento­s petroleros, elevaron el PBI nacional por encima del de Gran Bretaña y el país se convirtió en uno de los líderes del ahora fallecido consorcio internacio­nal de los BRICS que tenía a China como su mayor estandarte.

Lula hizo eso con políticas de sesgo liberal en el Banco Central y en el Ministerio de Economía. Y, al revés de quienes se decían sus aliados regionales, Venezuela o Argentina, aprovechó el crecimient­o para impulsar un desarrollo que se explicó con el nacimiento de la Clase C, un amplio sector de más de 30 millones de postergado­s que se elevaron a la clase media, que pasó a estar por encima del 50% de la población.

Es por eso que, cuando Clarín lo entrevistó en su momento de auge, no tuvo empacho en aclarar que él nunca fue un dirigente de izquierda. Quienes ahora desde esas cumbres lo toleraban es porque entendían que podría contener a las masas castigadas por el ajuste actual y el que se viene, seguros de que un nuevo mandato de Lula mantendría las duras políticas impuestas por el actual gobierno provisiona­l. Por eso, también, no conviene analizar la crisis brasileña solo desde la perspectiv­a de la grieta argentina.

Lula no estaría en este predicamen­to si su sucesora y ex ministra de Energía, Dilma Rousseff, hubiera operado con el realismo del que hablamos. Cuando llegó al gobierno, en 2010, el impulso externo, el viento de cola, había menguado y casi revertido. La presidente, en lugar de acomodar la economía a ese nuevo escenario devaluando la moneda local, entre otras medidas duras, forzó el gasto estatal y la banca pública para mantener viva una sensación de consumo que requería una gigantesca financiaci­ón. Lo que acabó haciendo fue amplificar el abismo.

Los números de Brasil comenzaron a caer en picada y cerró su gobierno con un creci- miento nulo, después de haber comenzado con casi un 5% de alza. Rousseff ganó de modo agónico la reelección en 2014 y ahí, por presión del propio Lula y del ex presidente del Banco Central, el actual ministro de Hacienda de Michel Temer, Enrique Meirelles, giró a una ortodoxia implacable reclutando al principal asesor económico de su rival liberal Aecio Neves en esos comicios, Joaquim Levy. Este monetarist­a se lanzó a emprolijar las cuentas, pero duró poco. La crisis era total, y la imagen de Dilma no superaba el ocho por ciento. Con ese respaldo inexistent­e era imposible llevar adelante el ajuste. Por eso sus aliados y la oposición se concentrar­on para removerla de su cargo en un impeachmen­t que no elaboró pruebas de corrupción contra ella porque no existían. El tema era su impotencia política.

Así como puede ser realista, Lula no debería ser ingenuo. La carga de la Justicia en su contra tiene fundamento­s concretos. No es un invento. Es cierto que puede discutirse si recibió coimas directas de la constructo­ra OAS, como se le atribuye, pero en cualquier caso permitiero­n, él y Dilma, una corrupción espectacul­ar sin precedente­s en la historia de Brasil. Eso se hizo de la mano de un acuerdo delictivo entre las empresas privadas de obra pública y la petrolera Petrobras, en particular la gigantesca Odebrecht que aparece con el lobby del ex presidente, en negociados en toda la región. En Perú está preso uno de sus pupilos más dilectos, el ex mandatario Ollanta Humala y su mujer, debido a las coimas del consorcio brasileño. Y no es el único caso que llevó al calabozo a dignatario­s alrededor de América latina o amenaza con ese destino a otros.

Esa corrupción, vale señalarlo, envuelve a toda la clase política brasileña. Es difícil hallar un dirigente que no esté chapaleand­o en ese barro, incluso el propio presidente Michel Temer, que tuvo que desflecar su gabinete por las denuncias reiteradas de sobornos que también lo involucran. Casi 200 de los 513 diputados nacionales de todos los partidos, enfrentan graves problemas judiciales por aprovechar su función para coimear. En medio de este desastre, la justicia brasileña ha exhibido un músculo independie­nte que promovió admiración y hasta envidia en otras playas. El proceso contra Lula, en ese sentido, ha sido correcto hasta en detalles aunque, en una mirada general, la Justicia no haya actuado del mismo modo riguroso contra otros dirigentes posiblemen­te más complicado­s que el propio líder del PT. La política no esta tan ausente como se proclama.

Así, los cambios que impuso Temer con su paquete de leyes laboral y previsiona­l han sido el blindaje que le ha permitido a este endeble presidente mantenerse a flote pese a la oleada de denuncias en su contra. Su poder para sobrevivir se basa en lo precario y efímero de su mandato. El desafío lo tendrá, sin embargo, quien asuma el próximo año tras las elecciones de octubre, especialme­nte si el PT aprovecha esta coyuntura para ratificars­e como la mayor fuerza opositora del país. La gobernabil­idad, así, será otra vez un enigma.

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Inhabilita­do. Lula da Silva.
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