¡Centenares de novelas y miles de manuscritos leídos!
Un fragmento de “Otoño en Madrid hacia 1950”, novela del escritor Juan Benet.
Muchos años más tarde conocí a Rafael Vázquez Zamora, un buen hombre alto y desgarbado (que, al decir de Ferlosio, tenía dos voces), con unas gafas como culos de botella, que trabajaba como asesor literario y lector de manuscritos para un editor catalán de cuyo nombre quisiera no acordarme. Era un rufián que una noche calurosa nos invitó a cenar a un restaurante de lujo.
Para empezar, R.V.Z pidió un gazpacho y cuando le fue servido el caldo se acercó otro reverente camarero a ofrecerle la consabida bandeja múltiple de pan, cebolla, pepino, tomate y no sé qué más picado.
A la oferta del camarero replicó con un distraído “sí” que al no venir acompañado del complementario “basta” obligó al camarero a vaciar sobre su taza todo el contenido del sector pan. Con mucho, R.V.Z. prefería hablar de literatura antes que atender a la composición de su gazpacho; con la cebolla ocurrió lo mismo que con el pan y el caldo: desbordó la taza para inundar el plato; con el pepino, la inundación llegó al mantel y con el tomate, a la falda de mi mujer –sentada a su lado—que me lanzó una mirada de socorro para solicitar una intervención que remediara aquel desastre. Intervención que naturalmente yo no llevé a cabo. Cuando al fin se retiró el camarero, sin un grano en su múltiple bandeja, R.V.Z. se limitó a un somero “gracias” para encargarse con lo que más que a un gazpacho parecían “los estragos de los pasados temporales” tan frecuentes en la prensa de entonces. Después de cenar le acercamos a su casa que nos tomaba de camino.
Para rellenar el trayecto le pregunté si leía muchas novelas. “¿Novelas?” y me miró sorprendido. “Quiero decir manuscritos”, corregí un poco cortado. “¡ Manuscritos? ¡Novelas? Oh, sí, cómo no, he leído algunos manuscritos y novelas; sobre todo novelas, muchas novelas; toda clase de novelas, de todo tipo; he leído centenares de novelas, qué digo centenares, miles; miles y miles de novelas, no he hecho otra cosa que leer novelas; millares de novelas, yo creo que he leído todas las novelas”.
Habíamos llegado al punto donde debía bajarse y yo tendí el brazo para abrir la portezuela; pero no se movía, la mirada clavada en un punto oculto por los gruesos cristales de las gafas, su pensamiento extraviado enlas constelaciones del universo novelístico. Creo que murió poco después –estoy hablando de 1968—y su posterior imagen se quedó grabada en mi memoria: alejándose por las sombras de la avenida de La Habana, mientras repetía: “Novelas, novelas, millares de novelas…” y por encima de la frente agitaba la mano como para despejar los interrogantes de una pesadilla.