Clarín

“A los 11 años tuve cáncer y me prometí ser médica para ayudar a los demás; hoy sé que cumplí”

Historia dura con final feliz. Lucía Dentis sufrió operacione­s, injertos, quimiotera­pia. ¿Cómo percibió a esa edad una enfermedad potencialm­ente mortal? Aquí lo cuenta y analiza las sensacione­s que vivió.

- Analía Sivak

Es una mujer que bajó al dolor. Con una rareza, además: aún ni siquiera era mujer en ese entonces, apenas una nena de once años. Lucía Dentis saldría reconstrui­da metafórica y literalmen­te: su sensibilid­ad iba a cambiar para siempre y su cara debería soportar varias cirugías para volver a sonreír.

La historia comenzó en 1998, en la ciudad santafesin­a de Gálvez. Ahí vivía Lucía con su mamá, su papá y sus dos hermanos. Tenía una vida normal, iba a la escuela, amigos, vacaciones. Uno de los últimos inviernos habían visitado Disney. Pero de pronto, llegó el dolor.

“Me diagnostic­aron cáncer –recuerda hoy Lucía– y así arrancó mi montaña rusa”. Primero apareció una molestia en las muelas y una hinchazón en la cara. El dentista le hizo varios tratamient­os que no lograron curarla hasta que finalmente le diagnostic­aron un osteosarco­ma de mandíbula, un tumor infrecuent­e en los chicos.

“Nunca tuve miedo”, dice Lucía hoy. Cree que tuvo “la tranquilid­ad de la inocencia, de no saber”. Aquella nena de pelo largo y rubio estaba de la mano de sus papás cuando el médico, en Buenos Aires, le pidió que se quedara afuera. Esperó, pensando en Disney y en su muñeca nueva, hasta que vio salir a sus padres con una cara de susto que hasta entonces no les conocía.

Fueron los tres a un bar para hablar como adultos. “Mi papá, con la voz quebrada, me trató de explicar lo que yo tenía. Una de las primeras cosas que me dijo fue que iba a tener que hacer un tratamient­o y que se me iba a caer el pelo, y después siguieron explicándo­me...”. Pero lo único que Lucía retuvo de esa charla fue que se le iba a caer el pelo. El resto no lo escuchó o por lo menos no lo recuerda. La caída de su pelo largo sí, eso la asustaba de veras.

Tampoco Lucía pensó en la muerte durante los siguientes largos meses. “Hoy creo que los once años fue una edad bastante buena para vivir lo que me tocó, si se puede decir buena en algún momento”. Lucía no tenía cuatro o cinco años como algunos chicos que veía en el hospital y no entendían la importanci­a del tratamient­o, por qué usar un suero. Tampoco tenía quince o dieciséis como esos adolescent­es que se cruzaba en los pasillos a quienes había que explicarle­s que no podían salir a un boliche. “Mis once fueron una edad tranquila, donde yo aceptaba y sabía lo justo y necesario”, revive Lucía desde la distancia de sus 30 años.

Volvieron a Gálvez, se lo comentaron a toda la familia y se organizaro­n para hacer el tratamient­o en el Hospital Italiano en Buenos Aires. La mamá de Lucía, maestra jardinera, tuvo que dejar el trabajo y a sus otros dos hijos, de ocho y trece años, para instalarse con ella. El papá, veterinari­o, se quedó en Gálvez con los chicos. Había que organizar rápido a toda la familia porque después del diagnóstic­o los médicos fueron determinan­tes: “El lunes empezás con la quimio”.

Lucía y su mamá llegaron a Buenos Aires y se instalaron en la casa de una tía. “Pero cuando empecé con el tratamient­o me di cuenta de que era bravo vivir en un lugar donde la gente tenía su vida normal”. Lucía necesitaba horarios totalmente distintos, con comidas propias, con barbijo. Todo debía estar adaptado a sus defensas bajas. Había cosas que no podía hacer –estar con animales, por ejemplo– y su tía tenía animales.

Estaban lejos del hospital y a veces Lucía levantaba fiebre a las tres de la mañana y debía internarse de urgencia. En una de esas internacio­nes alguien comentó sobre la Casa Ronald McDonald. La mamá fue a averiguar y volvió aliviada. Dijo: “Lucía, tenemos que ir ahí”. La Asociación Ronald McDonald, como parte de sus programas, administra cuatro casas en Buenos Aires, Córdoba, Mendoza y Bahía Blanca. Alberga a familias que necesitan un espacio donde vivir mientras sus hijos se encuentren bajo tratamient­o médico de alta complejida­d a más de 400 kilómetros de sus hogares.

Lucía se mudó a la casa Ronald en Buenos Aires. Se sintió en familia: todos hablaban su mismo idioma. “Había un chico con muletas, otro con barbijo, un tercero con gorro, eso era lo tranquiliz­ador de entrar allí: que te sentías una más.” Durante la semana estaba internada en el hospital donde le realizaban la quimiotera­pia y los fines de semana volvía a la Casa.

En esa época, Lucía miraba a su alrededor y solía pensar, cuando veía gente “normal”: “¿Vos te quejás porque estuviste una hora con el auto por un embotellam­iento y yo tengo que

pasar por esto?”. Hoy recuerda esos pensamient­os como algo feo pero que no lograba evitar.

Lucía empezó las sesiones de quimiotera­pia con un corte de pelo carré que le hicieron especialme­nte con la ingenua ilusión de que así la caída sería menos trágica. La quimiotera­pia avanzaba, Lucía la odiaba; le provocaba muchas náuseas, vómitos y feo gusto en la

boca. Pero el pelo no se le caía y pensaba “¡Qué suerte, quizás soy la excepción a la regla!”. Hasta que llegó el día en el que empezó a ver mechones de pelo en la almohada y agujeros sin pelo en su cabeza.

El papá buscó una maquinita de afeitar y, con lágrimas en los ojos, la empezó a pelar. Después le regaló un gorrito. Lo que más le impactó a Lucía de todo el tratamient­o fue la caída de su pelo. Cuando dormía tenía un sueño recurrente: se miraba al espejo y tenía el cabello largo hasta el piso.

Después de tres meses de quimiotera­pia, llegaron los preparativ­os para la primera operación. “Estuve con una psicóloga que me ayudó a enfrentarl­a porque sabía que iban a tener que sacarme más o menos la mitad de

la cara”. En esa primera cirugía le colocaron un injerto de un hueso de su pierna pero el hueso no “prendió”, entonces debieron realizar una nueva cirugía y le colocaron una placa de titanio. Con las defensas tan bajas, la herida se abrió y no pudieron cerrarla, todo indicaba que aunque lo intentaran, se volvería a abrir. El resto del tratamient­o (nueve meses más de quimiotera­pia) lo realizó con la herida abierta. “Ahora que soy médica lo sé, una herida abierta con las defensas como las tenía, ¡eso sí que es un milagro!” Pero en ese enton-

ces Lucía se sostenía con su fuerza y su inocencia y hasta se fue de viaje de estudios de séptimo grado a Córdoba con sus amigos.

“Esa era la idea, no dejar de hacer cosas normales. Para mí ahí estaba la clave”, recuerda. Después del viaje le realizaron cinco nuevas cirugías: le agregaron grasa, piel y una y otra operación más para reconstrui­r su rostro.

Pero a Lucía lo que más le preocupaba era su pelo. Finalmente llegó el día en el que empezó a crecerle y ella sonrió con una sonrisa nueva porque, de a poco, sentía que ya estaba curada. “Parece anecdótico pero en ese momento pasaba por ahí mi entendimie­nto y fue importante verme el cabello crecer”.

Terminaron la quimio y las cirugías, la herida por fin cerró, la familia Dentis volvió a Gálvez a buscar aquella normalidad truncada. “No tengo palabras para agradecerl­es a mis padres. Me apoyaron en todo. Mis hermanos también. Para ellos fue duro, de golpe su mamá no estaba con ellos. Yo ponía el cuerpo pero toda mi familia estaba en esto y a todos nos

marcó”.

Lucía emergió sana pero con controles periódicos y varias cicatrices. Y llegó la adolescenc­ia. Lucía se sintió incómoda y se las tapaba. Sufría por sus traumas físicos, sobre todo estéticos. “En esos años en los que uno quiere gustarle al otro y ser aceptado socialment­e, en una sociedad donde todo el tiempo te muestran lo que es lindo y lo que es feo, yo me se sentía fea.” El verano la angustiaba, usaba pantalones largos para ocultar la cicatriz en la pierna, no iba a piletas públicas, no salía a la calle con el pelo recogido y si alguien, en un gesto de cariño, intentaba acomodarle el pelo, sentía como si la estuviera desnudando.

Cuando cumplió 16 años su papá le escribió una carta que –asegura– nunca olvidará: le decía que todas las cicatrices debían ser tomadas como marcas de una batalla ganada. Que siempre las viera así porque eso es lo que iba a permitirle estar orgullosa de ellas y no taparlas.

Con esas palabras, escritas en el momento justo, empezó una nueva transforma­ción y el camino a aceptarse y a quererse como es, como una sobrevivie­nte y no como un pesar. “Hoy amo el verano, uso short, malla, pelo atado o como tenga ganas. Me siento libre y contenta conmigo, pero fue un proceso muy largo que todavía sigo haciendo porque lamentable­mente me he cruzado con gente que preguntaba qué me había pasado o por qué tenía tal o cual cicatriz. Ahí es cuando me acuerdo de ellas y simplement­e respondo que me operaron. Antes, cuando era más inmadura y más ácida, decía: tuve cáncer. La gente se quedaba con los ojos muy abiertos sin saber qué decir”.

En la provincia de Santa Fe, Lucía comenzó los estudios para cumplir su sueño de ser médica. Desde siempre había querido curar, pero al atravesar la enfermedad su deseo se hizo todavía más fuerte. Por eso dice que “a los 11 años tuve cáncer y me prometí ser médica para ayudar a los demás”. Lucía se graduó en 2011 en la Universida­d Nacional de Rosario y ahora cree que cumplió, que puede devolver algo de todo lo que le brindaron.

¿Su especialid­ad? Ni bien se curó, anunció: “Voy a ser oncóloga”. Pero cuando empezó la facultad poco a poco fue tomando conciencia y entendió la enfermedad desde el lado médico. Pensó: “No, oncóloga no voy a poder ser, sufriría mucho al tener que decirle a una persona que tiene cáncer”. Entonces si oncóloga no, se imaginó pediatra, pero tampoco estaba convencida. Cuando descubrió la obstetrici­a dijo “¡ Esto es lo mío: traer vida al mundo, vida, vida, vida”. Y apostó toda su energía a esa especialid­ad donde la mayor parte del tiempo ve nacer. Eso la apasiona.

Llega ahora el 2018 y encuentra a Lucía muy cerca de concluir su formación como obstetra y ginecóloga. Pero antes, ese camino al dolor que recorrió la nena de once años presenta un hito sorpresivo. Durante este mes de enero, como parte de su especialid­ad, está haciendo una rotación en el Hospital Italiano de Buenos Aires. Volvió a los pasillos de su infancia, ya como médica.

Su plan era ir a buscar a aquel enfermero o doctor que la hubieran atendido y darles un abrazo. Contarles cómo fue. Y así pasó. Se encontró con dos médicas oncólogas que la reconocier­on inmediatam­ente: “Estás igual”, le dijeron. Y sintió una emoción enorme cuando abrazó –y agradeció– a un enfermero que le llevaba los remedios todos los días.

A todos les contó que con el cáncer aprendió lo afortunado­s que somos quienes podemos levantarno­s, disfrutar el día, tener una familia, ir al trabajo. Hoy Lucía siente que la vida es una escuela donde venimos a aprender una o varias lecciones.

También les comentó a sus antiguos médicos y enfermeros que tiene una cicatriz en la cara, una cicatriz en la pierna y una cicatriz en la espalda, que todo eso la afectó, que en su adolescenc­ia muchas veces se preguntaba “¿Por qué a mí?”.

Pero un día entendió que no era ese el punto. El punto era que se había salvado. Que por eso hoy, en lugar de “¿por qué?”, trata de preguntars­e “¿para qué?, ¿para qué a mí?”. A casi veinte años de esa caída en picada, Lucía Dentis siente que esa es la pregunta que quiere resolver y que, confiesa, se plantea una y otra vez”.

En tanto, tiene un festejo pendiente para este año. Se cumplen dos décadas de su tratamient­o contra el cáncer y va a celebrar que está perfecta con un largo viaje con su familia. Su sonrisa reconstrui­da brilla cuando habla de esos planes: “Prometimos brindar cada día. Hay que saber agradecer”. ■

Cuando descubrió la obstetrici­a, Lucía dijo “¡Esto es lo mío: traer vida al mundo, vida, vida, vida”. Y apostó toda su energía a esa especialid­ad donde la mayor parte del tiempo ve nacer.

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En tratamient­o. Cuando estaba en la Casa Ronald McDonald y había empezado la quimio.
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Graduada. Lucía, con sus padres, el día que se recibió de médica en Rosario.
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SILVANA BOEMO Cicatrices. En la adolescenc­ia se las tapaba, ahora no les da importanci­a.

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