El alma de los libros que leemos
Si leer es una pasión, y el que no la tiene se embroma, el libro es una pasión en sí misma. Cuando yo era chico, creía que los libros tenían alma. Estaba un poco alterado por las enseñan- zas que me acercaba el señor cura que me iba a dar la primera comunión. Es una historia larga que aquí no cabe, pero yo pensaba que esa cosa intangible también la tenían los libros y que, merced a esa alma, los libros me llamaban. Estaban en la pequeña biblioteca que había armado mi padre albañil, poblada por los libros de mi hermano mayor. Un día, uno de ellos me llamó, lo abrí y leí la primera frase: “Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos”. Dickens. Lo acabé entre la primera noche de insomnio de mi vida y la tarde siguiente.
El gran escritor israelí Amos Oz dice que los libros tienen “ese maravilloso olor denso, olor a pastas de piel, papel amarillento y algo de moho, y una especie de extraño olor a algas, a añeja cola de encuadernar y a sabiduría, secretos y polvo”.
Para Oz, además de alma, los libros están vivos. Su perfume, nuevos o viejos, tienen una extraña pizca de sensualidad, de erotismo, de magia siempre dispuesta. Abrirlos, leerlos, releerlos, es siempre una aventura. Un día cualquiera volvés a ser chico y te tropezás con Dickens.
Nuestros libros favoritos cuentan nuestra vida mejor que nosotros, hablan de nuestros sueños, esperanzas y derrotas. Un libro es pura pasión. Me dicen los escépticos de siempre que los jóvenes ya no leen libros. A mí me cuesta creer que la juventud desperdicie una ocasión tan propicia para apasionarse. Pero de todo hay en la vida. Eso lo sabía Dickens muy bien.