Lo difícil y lo mágico de escuchar a alguien que lee un texto ajeno
Un fragmento de la novela “Si una noche de invierno un viajero”, del escritor italiano Italo Calvino.
Escuchar a alguien que lee en voz alta es muy distinto de leer en silencio. Cuando lees, puedes pararte o saltearte frases: tú eres quien decides el ritmo. Cuando lee otro es difícil hacer coincidir tu atención con el ritmo de su lectura: la voz va demasiado rápido o demasiado despacio.
Escuchar además a alguien que está traduciendo de otra lengua implica un fluctuar de vacilaciones en torno a las palabras, un margen amplio de indeterminación y provisionalidad. El texto, que cuando tú eres quien lo lee es algo que está ahí, contra el cual estás obligado a chocar, cuando lo traducen en voz alta es algo que es y no es, algo que no consigues tocar.
Encima, el profesor Uzzi-Tuzii había comenzado su traducción oral como si no estuviera muy seguro de lograr que las palabras se juntaran unas con otras, volviendo sobre cada periodo para peinar su desgreñamiento sintáctico, manipulando las frases hasta que se ajaban por completo, manoseándolas, chapurreándolas, deteniéndose en cada vocablo para ilustrar sus usos idiomáticos y sus connotaciones, acompañándose con gestos envolventes aproximados, interrumpiéndose para enunciar reglas gramaticales, derivaciones etimológicas, citas de clásicos.
Pero cuando te has convencido de que al profesor la filología y la erudición le interesan más que lo que la historia cuenta, adviertes que lo cierto es lo contrario: esa envoltura académica sirve solo para proteger cuanto el relato dice y no dice, un aliento interno siempre a punto de dispersarse en contacto con el aire, el eco de un saber desaparecido que se revela en la penumbra y en las alusiones omitidas.
Debatiéndose entre la necesidad de intervenir con sus luces interpretativas para ayudar al texto a explicitar la multiplicidad de sus significados, y la conciencia de que toda interpretación ejerce sobre el texto una violencia y una arbitrariedad, el profesor, frente a los pasajes más enredados, no encontraba modo de facilitarle la comprensión que empezar a leerlos en el original. La pronunciación de aquella lengua desconocida, deducida de reglas teóricas, no transmitida por la audición de voces con sus inflexiones individuales, no marcadas por la huella del uso que plasma y transforma. Adquiría el carácter absoluto de los sonidos que no esperan respuesta, como el canto del último pájaro de una especie extinguida o el zumbido estridente de un reactor recién inventado que se disgrega en el cielo en el primer vuelo de prueba.
Después, poco a poco, algo había empezado a moverse y a discurrir entre las frases de esta dicción trastornada. La prosa de la novela se había impuesto sobre las incertidumbres de la voz: se había vuelto fluida, transparente, continua. Uzzi-Tuzii nadaba dentro de ella como un pez, acompañándose con el gesto (tenía las manos abiertas como aletas), con el movimiento de los labios (que dejaban salir las palabras como burbujas de aire), con la mirada (sus ojos recorrían la página como ojos de un pez de fondo marino, pero también como los ojos del visitante de un acuario que sigue los movimientos de un pez en una pecera iluminada).
Ahora a tu alrededor ya no está la habitación del Instituto, las estanterías, el profesor: has entrado en la novela, ves esa playa nórdica, sigues los pasos del delicado señor. Estás tan absorto que tardas en advertir una presencia a tu lado. Con el rabillo del ojo descubres a Ludmilla. ■ Versión editada en 1984, con traducción de Esther Benítez Aunque nació en Cuba, es un referente indiscutido de la literatura italiana del siglo XX. Fue detractor del fascismo y se afilió al Partido Comunista. Su obra incluye novelas, ensayos y relatos con profundas reflexiones y grandes dosis de poesía.