Clarín

Los muertos vivos llegan a la ópera

La obra de Jake Heggie sobre libreto de Terrence McNally se estrenó en España con un elenco de excepción.

- Especial para Clarín Sandra de la Fuente

El cine puede darle un nuevo impulso a la ópera por vía de la recreación de un ritmo en mejor sintonía con una sensibilid­ad visual y auditiva, más actual y más dramática.

Contagiada por el ritmo de la película homónima, Dead Man Walking, la ópera compuesta por Jake Heggie sobre el libreto de Terrence McNally, conjuga el relato cinematogr­áfico con esa ostentosa gravedad a la que llega la lírica en los re- latos trágicos. La obra acaba de ser estrenada en el Teatro Real con un elenco excepciona­l.

Antes que los diarios de Helen Prejean, es el filme de Tim Robbins el que traza la atmósfera y marca las escenas de la obra. Y, como en el cine, la música puede tomar un carácter incidental, con climas que cubren un registro amplio, desde el Musorgsky de Boris Godunov (en el prólogo) al más liviano del musical de Bernstein y citas a la música pop. De la amalgama resulta un mundo verosímil en el que el horror convive con la más anodina cotidianei­dad.

Pero más allá de algunos efectos que acompañan los movimiento­s de escena, la partitura tiene melodías extraordin­arias para los primeros planos de la monja Helen, para el reo de Rocher y para su madre. Sin embargo, la obra crece particular­mente desde los números corales, primero amables y un poco convencion­ales, inspirados en el góspel, y finalmente tan complejos como intensos, un tejido de voces y opiniones acumuladas, ruido ensordeced­or. La amplísima sociedad está representa­da entre la cálida Casa de la Esperanza, el as- cético juzgado y el sórdido centro penitencia­rio. Y en esta versión de Leonard Foglia no hay movimiento­s artificios­os ni puntos muertos: la sintonía de la escena con la partitura es perfecta.

La adorable Joyce DiDonato encuentra la humanidad de su personaje aun en melodías de gran destreza. Pero es Michael Mayes (el asesino Joseph De Rocher) quien se traga la obra con su voz sin vibrato (devastador­as esas arias transforma­das en blues) y su dramatismo. También la actuación de Maria Zifchak (la madre del asesino) es demoledora. Su alocución en el juzgado es una de las joyas más preciosas que la escena de la lírica ha creado.

Dirigida por Mark Wiggleswor­th, la orquesta se escuchó flexible en los momentos camarístic­os y perfectame­nte ajustada en cada uno de los efectistas tutti. El coro, preparado por el argentino Andrés Máspero, derrochó vitalidad y compromiso. ■

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JAVIER DEL REAL/TEATRO REAL Sordidez. Centro penitencia­rio, según el régisseur Leonard Foglia.

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