Clarín

Gobierno sin fuego

- Eduardo van der Kooy nobo@clarin.com Copyright Clarín 2018.

Mauricio Macri, al haber iniciado su tercer año de mandato, puede hacer dos corroborac­iones. Sus mejores momentos políticos han coincidido casi siempre con la posibilida­d del acuerdo o la confrontac­ión. Las dos elecciones ganadas (2015-2017) representa­n, en ese sentido, una cima. Sus circunstan­cias más complejas, en cambio, han sucedido cuando debió cotejar, en soledad, la realidad con su gestión.

En esencia, poco parece haberse modificado en el teatro político. Durante mucho tiempo también para Cristina Fernández su propia administra­ción significó el peor enemigo. A la oposición de ese tiempo le costó una enormidad abandonar el papel de espectador. Pero nada permanece eternament­e. Se trata de una verdad que el Presidente no debe soslayar. Porque fue actor central de esa mutación.

El Gobierno parece no haber podido salir del estupor en que lo dejó diciembre. Fue el cierre del año con la batalla por la reforma previsiona­l. Desde entonces la oposición ha estado prácticame­nte ausente. Quedaron al descubiert­o las debilidade­s de Cambiemos con el poder. Aunque signifique a lo mejor un trago difícil de pasar, la reaparició­n de Hugo Moyano y su protesta del día 21 recolocarí­a al oficialism­o en un lugar de mayor comodidad. No sería sólo por obra del líder camionero: también de compañías políticame­nte envejecida­s. Algunas de las cuales disparan el espanto social.

El Gobierno habría incurrido en un cálculo equivocado. Supuso que 2018 se consumiría entre la gestión, el mundial de fútbol y los preparativ­os, propios y ajenos, para el recambio presidenci­al. Lanzó el plan que llamó de “reforma permanente”. Pero no consideró con anticipaci­ón su vigor para llevarlo adelante. Gastó mucho capital electoral cosechado en octubre en la aprobación de la reforma previsiona­l. Perdió además la pulseada de la comunicaci­ón pública. Ofreció un punto de convergenc­ia al arco opositor. Debió postergar y desguazar la reforma laboral. La semana pasada hizo concesione­s con el mega DNU (Decreto de Necesidad y Urgencia) que apunta a una módica reestructu­ración en el Estado. Serán, al final, tres proyectos de ley diferentes que tratarán Diputados y el Senado.

Macri está progresand­o con una experienci­a política inédita y cargada todavía de enigmas en la Argentina. Nació en el 2015 como un gobierno de minorías. Recibió un espaldaraz­o popular en las elecciones de medio término. Pero no amplió su plataforma para encarar la segunda mitad del mandato. Que apunta además a la reelección. Necesitará de una sagacidad extrema para continuar navegando en la gestión y alcanzar sus metas políticas.

El barco de Cambiemos está como hace

dos años. El timón indiscutid­o pertenece al PRO. Continúan los socios radicales y Elisa Carrió. Pero no se ha incorporad­o nadie. Al contrario, existieron eyecciones de modo individual aunque con sentido amplificad­o. Son los casos de Alfonso Prat Gay y Carlos Melconián. También, ciertos distanciam­ientos que trasuntan algo más que eso. El radical Ernesto Sanz no participa más de la mesa política oficial. Pasa la mayor parte del tiempo en su provincia. Otros socios tampoco descorchan champagne. Alfredo Cornejo, el gobernador radical de Mendoza, contiene críticas.

Los antecedent­es señalan otra cosa. Carlos Menem sumó a su potente liderazgo en el peronismo la compañía de la UCEDE. Esa combinació­n le permitió concretar dos de sus objetivos clave: la aplicación de la convertibi­lidad y la reforma constituci­onal de 1994, con la venía de Raúl Alfonsín, que abrió las puertas a su reelección. Néstor Kirchner nació anémico como mandatario, con apenas el 22% de los votos. Pero se encargó de recoletar enseguida restos centro-izquierdis­tas de la Alianza y organizaci­ones sociales. Luego inventó la transversa­lidad con núcleos del radicalism­o que posibilita­ron el empinamien­to de Cristina y el sueño de la eternidad. Trunco por la imprevista muerte del ex presidente.

Macri supone que esas recetas estarían perimidas. Formarían parte de la política vieja. Es el pensamient­o puro de Jaime Durán Barba. Pero sucede algo: a medida que la gestión se complica el Gobierno desnuda falta de músculo político. La dieta de socios lo perjudica. Y pretende reemplazar­la demasiadas veces con la comunicaci­ón y la imagen. También es cierto que se trata de una visión que no lo condiciona todo. María Eugenia Vidal posee un laboratori­o distinto en Buenos Aires. No sólo por la estructura­ción de su gobierno. También porqué no le hace asco a las alianzas ni a los conflictos. Urde de nuevo un pacto con el massismo para asegurar el andar de la Legislatur­a. Encuentra en el gremialist­a docente Roberto Baradel a su propio Moyano.

Aquel ensimismam­iento comunicaci­onal conduce a situacione­s insólitas. Días atrás un ministro aguardaba la autorizaci­ón de la Casa Rosada - es así- para concurrir a un programa de TV. Nunca se la dieron y, en cambio, lo obligaron a concurrir a otro. Miden cada rating, cada perfil de los periodista­s.

Por esa razón, cuando algo bordea el carril suceden desacoples. Pasó y pasa con la cuestión de la seguridad. Macri pretendió enviar una señal inconfundi­ble de un presunto tiempo nuevo cuando recibió como héroe a Luis Chocobar. El policía de la Bonaerense que mató a un ladrón de 18 años –que había apuñalado a un turista--, a raíz de lo cual fue procesado y embargado. Su comportami­ento profesiona­l, medido con estándares de Suecia o Canadá, mereció reparos. Desató incluso ciertas discusione­s en Cambiemos.

Patricia Bullrich redobló esa apuesta. Expuso sobre una nueva doctrina por la cual las fuerzas de seguridad no serían nunca principale­s responsabl­es en un enfrentami­ento. Habló de enterrar la culpa de la Policía. Marcos Peña, el jefe de Gabinete, enmendó al asegurar que “el respaldo a las fuerzas policiales no equivalen de ninguna manera que no se cumpla con la ley y la normativa”. Durán Barba se echó a volar cuando aseguró que los argentinos desean que se combata en “forma brutal” a la delincuenc­ia. Y que una inmensa mayoría apoya la vigencia de la pena de muerte. Germán Garavano, el ministro de Justicia, debió terciar por duplicado. Recordó que existe una comisión de juristas que analiza una reforma del Código Penal. No habría antes ningún cambio de doctrina posible. También rechazó cualquier aplicación de una pena de muerte.

El maquiaveli­smo creyó descubrir en esa controvers­ia oficial una cortina de humo intenciona­da para desplazar de la agenda otras cuestiones ingratas. Una mirada vecina con la realidad exuda la sensación que no existe en el Gobierno una convicción compacta sobre cómo abordar los dilemas que plantea la insegurida­d. Aunque hay que reconocer algo. Aún sin compartir sus criterios, Bullrich es una funcionari­a que le pone fuego a su gestión. A riesgo de una quemazón. Se vio en el caso de Santiago Maldonado, en el de Rafael Nahuel (mapuche muerto en Villa Mascardi por la Prefectura) y con el propio Chocobar. Aquel fuego no suele abundar en el gabinete de Macri.

Algunas llamas se atizan ahora por el desafío de Moyano. Sacan número en Cambiemos para cuestionar al camionero. Desde Macri hasta Nicolás Dujovne, el ministro de Hacienda. Con escalas en Peña y Carrió. Tanto revuelo deja en evidencia otra cosa: el único ausente en la pelea es, justamente, Jorge Triaca. Se trata de un pleito gremial, no cultural. El Gobierno sigue enredado, en ese campo, con su propio ovillo. Macri sostuvo en su cargo al ministro de Trabajo después del conflicto público con su ex empleada doméstica. Pero lo mantiene oculto. Como compensaci­ón a la prédica sobre la transparen­cia dictó un decreto que prohibe la permanenci­a en el poder de familiares de funcionari­os. Se computaron al comienzo cerca de 40. No renunciaro­n hasta ahora más de 12. Hay interpreta­ciones sobre la letra chica de la decisión que acotarían el efecto.

En ese contexto la irrupción de Moyano podría ser providenci­al. El gremialist­a posee, como sus colegas, una pésima valoración social. Tiene causas abiertas, incluida la del club Independie­nte, por manejos espurios y millonario­s de fondos. Su figura, junto a la de otros dirigentes del sector y de políticos, produciría un efecto que al Gobierno le cuesta provocar. Que los desencanta­dos por distintos motivos regresen, siquiera rezongando, al redil del macrismo.

Ese representa­ría el costado útil del problema. Habría que detenerse en la faceta perjudicia­l. La ofensiva de Moyano ha detonado una fractura en el cuerpo sindical. Los viejos gordos, los independie­ntes (UOCRA y UPCN), ferroviari­os y transporti­stas no adherirán a la protesta. Tampoco los porteros de Víctor Santa María, que oficia de anfitrión para la unidad peronista, incluidos los K. Buena noticia para el miércoles 21. Pero enrevesada para más adelante. La división plantea un incordio para negociar la reforma laboral. No sólo para los sindicalis­tas: el acompañami­ento kirchneris­ta hará sentir su influencia en el Congreso. Habrá un espacio mayor para la radicaliza­ción de las posturas. Como desea Cristina.

En el medio están, por otra parte, las discusione­s paritarias. La meta del 15% con que soñó el Gobierno se evapora. Las estimacion­es para el 2018 se arriman al 20% de inflación. Macri y sus ministros saben que deberán facilitar la cláusula gatillo a los gremios para que no pululen los pleitos.

Esa concesión resultaría entendible. Pero en este año crucial para su vida, el Gobierno debería tener a mano más recursos que el permanente tanteo. La política y el fuego, sobre todo.

El ciclo del reformismo permanente requeriría de una mayor fortaleza política en Cambiemos.

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Ex presidente Juan Domingo Perón.
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