Clarín

Larga vida al “tiempo muerto”

- Joana Bonet Escritora y periodista Copyright La Vanguardia, 2018.

Esperar es una aflicción universal que nos iguala. Todos somos el mismo cuerpo cuando echamos tardes enteras en una sala de urgencias para que nos digan que no moriremos en esta ocasión; y todos nos convertimo­s en sospechoso­s cuando hacemos las eternas colas del control de pasaportes.

También somos el mismo turista angustiado y vencido que pierde la paciencia cuando su vuelo se retrasa sine die en cualquier aeropuerto del mundo. Rocosas, pero también vivificado­ras, son las esperas del amor y sus incertidum­bres. “Al ver que no sonaba el teléfono, supe de inmediato que eras tú”, dejó escrito Dorothy Parker con su afilado humor.

Esperar nos contraría, nos aburre y nos exaspera, en especial cuando se espera a que no pase nada. Quien aguarda algo o a alguien en demasía se vuelve indefenso o se irrita porque ha perdido el control del tiempo, ex- traviando las llaves de su propio presente, e incluso, iracundo, mastica la venganza: “¡Algún día me esperarás tú!”. Los hay que celebran su gregarismo, cómodos entre la multitud, sin pena por perder una hora en subir a una atracción que dura dos minutos, o un día entero para comprar las entradas que le franqueará­n el paso al cielo de sus ídolos.

Están los que se comen las uñas, los impaciente­s que miran el reloj una y otra vez, los que se deshacen por dentro y desesperan a pesar de ocupar su mente con excusas.

Existe una prolija colección de tiempos de espera: el colonizado por la enfermedad, el de la gestación, el de la pubertad, transicion­es de altísimo valor; pero luego está el tiempo barato, como las horas perdidas con la burocracia o las humilladas por el poder arrogante, además de los minutos malgastado­s por esas operadoras que te eternizan. “Horas muertas”, “tiempo muerto”, decimos, pero a la vez se tra- ta de un espacio vital en el que todo es posible.

En su ensayo El tiempo regalado (Libros del Asteroide), la correspons­al cultural en Estados Unidos y escritora Andrea Köhler subraya lo gratifican­te de la lentitud y le da la vuelta al escaso prestigio de los intermedio­s: “Ese lapso en el que las cosas son aún inciertas”. Hay amantes de la espera, como Peter Handke, que a la luz del cansancio entiende más profundame­nte el mundo, y quienes, igual que Goethe, vincularon el anhelo con el dolor.

Tengo un amigo que vive entre Norteaméri­ca y España; dice que no se acaba de adaptar allí, aunque reconoce que en verdad tampoco estaba bien aquí. En cambio, alcanza su mayor bienestar durante los viajes entre ambas orillas, ese tiempo que se conjuga en subjuntivo y permite abrazar la plácida sensación de la vida en movimiento cuando vas hacia algo mejor, o eso crees. ■

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