Clarín

Buenos Aires “vinotinto”: llegaron de Venezuela y ya se sienten porteños

Nueva vida. Son, en su mayoría, jóvenes universita­rios que dejaron su país por la crisis. Aquí trabajan en bares, casas de cambio o como vendedores ambulantes.

- Enzo Maqueira

En la fila de un local de comidas rápidas. Detrás del mostrador de un negocio de ropa. Atendiendo un kiosco. En el colectivo, en una charla que incluye las palabras “pana” y “chévere”. Donde quiera que uno mire, habrá un venezolano. Obligados a dejar su país por la insegurida­d y la grave crisis económica, la cifra supera los cuarenta mil y va en aumento.

“Soy argenzolan­a -dice Maryo, 32 años, cinco viviendo en Buenos Aires-. Ya tengo la forma de hablar, los gestos, la actitud de ustedes. Hasta espero las vacaciones para irme a Mar del Plata. ¡Y el Fernet! La primera vez que lo probé me pareció horrible. Seis meses después lo volví a probar y dije: ‘¡Che, esto está bueno!’”.

Maryo eligió Buenos Aires porque quería abrir la cabeza. “Es una ciudad que te hace salir del clóset. No me refiero sólo a un clóset sexual, sino a todo tipo de ataduras. Aquí hay mucha libertad”, dice. Su entusiasmo por Buenos Aires es tan contagioso como el de Lía, de 47 años, doce entre los porteños. Vino con sus dos hijos y el que entonces era su marido, después de que a él lo echaran del trabajo por razones políticas. Tiene la voz chillona y un vaso de papelón (jugo de limón y caña de azúcar) en la mano. “Cuando llegué a este país, me sentí en casa. Los argentinos están locos de remate, igual que nosotros. Son gritones, besucones, abrazones. Así somos también los venezolano­s”.

La charla fluye -a veces desordenad­a y a los gritos, a veces risueña, con miradas tristes cuando se recuerda lo que padecen quienes quedaron lejos- en una mesa del Caracas bar, barrio de Palermo. Suena la voz inconfundi­ble de Rubén Blades mientras Maryo, Lía, Antonio y José pican arepas y tequeños (palitos de queso). El lugar es uno de los puntos de encuentro para la comunidad. El dueño se llama Félix y vino a estudiar producción musical. “Abrimos el bar hace ocho años, cuando todavía no éramos tantos venezolano­s; pero hoy vienen también argentinos que cada vez se interesan más por nuestra cultura. Creo que vinimos a ponerle un poco de Caribe a Buenos Aires”.

Donde parece el Caribe, aunque sólo por la temperatur­a, es en la calle Florida bajo el sol del verano. Josué lleva una gorra con los colores de su país, está apoyado contra una pared, cerca de una casa de cambio que lo contrató para atraer clientes. Con 26 años, hace uno que vive en Buenos Aires. “La situación económica allá era insostenib­le. Acá en pocas semanas reuní lo suficiente para hacer venta callejera de arepas y nuestras empanadas, que son fritas y con harina de maíz precocido”. A lo largo de los meses la calle Florida se llenó de venezolano­s. “Llegué a vender sesenta empanadas por día, pero se empezó a poner duro porque espacio pú- blico no me dejaba trabajar, así que lo tuve que dejar”. Hoy, Josué -que ama el Jardín Japonés y el otoño porteño- dice que “labura” a comisión mientras espera un sueldo que le permita reunir plata suficiente para volver a intentar su negocio.

La mayoría de los venezolano­s que trabaja en agencias de cambio, como volanteros o como vendedores ambulantes, son egresados universita­rios. Se cuentan de a decenas por cada cuadra. “Me decepcionó un poco la música de acá. Siento que se quedó estancada en los éxitos del pasado y no salió otro artista interesant­e”, dice Omar, barba tupida, 33 años, especialis­ta en marketing digital devenido en repartidor de volantes. Llegó hace tres meses, tiene la residencia precaria y espera su DNI. En Venezuela era dueño de su propia agencia.

“Siempre me llamó la atención Argentina, su música, el deporte. Nosotros tenemos mucha afinidad con su cultura. La ciudad ofrece opciones para todos. Seas pobre o rico, podés salir, moverte, divertirte”, dice.

En el extremo opuesto del mapa, la charla continúa. El más serio del grupo del Caracas bar cumplió los 27 años y lleva tres viviendo acá. Es licenciado en Recursos Humanos, pero encontró trabajo como barman. “Siempre me gustó la historia de este país. Mi vieja me hablaba mucho de Eva y de Perón. A los 24 años, agarré la mochila y me vine”. A José le gusta el mate y está admirado con la posibilida­d de comprar libros baratos y a cualquier hora en la calle Corrientes. Dice que los porteños y las porteñas son histéricos por igual, pero que cuando llega la hora del sí, van al grano: “Aquí no hace falta ir al cine, regalar flores, conocer a los padres... Si está todo bien, está todo bien”.

“¡Y la mujer es muy bonita! -interrumpe Antonio, ingeniero electrónic­o, 32 años, ocho en Buenos Aires; decidió dejar Venezuela después de que lo secuestrar­an y torturaran junto con su esposa- . Cuando me vine, primero solo, mi mujer me preguntó cómo eran las argentinas. ‘Normal’, le dije. Diez meses más tarde, ni bien se bajó del avión, me dijo que yo era un mentiroso. ¡Las argentinas parecen muñequitas!”. Maryo y Lía ríen. Opinan lo mismo, aunque las venezolana­s se arreglan más. Lía cuenta que la primera vez que llevó a sus hijos al colegio, en subte, siete de la mañana, se había pintado los labios de rojo, llevaba tacos, unos aros enormes... el resto de los pasajeros la miraban como si fuera un arbolito de navidad. “En Buenos Aires dejé de usar tacos. Además se me rompían con los adoquines. Eso me encanta de la mujer argentina: es sencilla y natural”. “¡Y es directa! Acá no se andan con vueltas. Si te tenés que putear con un amigo o un compañero de trabajo, te puteás. Y al otro día está todo bien”.

Anochece y en el Caracas bar el papelón le dio paso al ron con coca. De las arepas y los tequeños apenas quedaron las migas. Hace un rato se sumaron Magalys y Rainier, una pareja joven, ingenieros en petróleo, poco más de un año en la ciudad. “Lo mejor que tienen los porteños es la sinceridad -dice Magalys-. Aquí lo dicen todo. Si les caíste bien, te lo dicen; si tienen un problema, también”. “¡Y el transporte público! -Rainier pide la palabra- La SUBE está buenísima. Los colectivos también”. ¿Tener hijos? ¿Volver a Venezuela? Magalys dice que si tienen un hijo nacerá acá. Rainier agrega que su país, ahora, es Argentina. “Aquí tenemos nuestra vida -dicen, sin soltarse la mano-. Estamos rodeados de amigos que también vinieron. Nos reencontra­mos con familia. Nadie está solo. Miramos a nuestro alrededor y parece que todos fueran venezolano­s”.

Félix se pone de pie y levanta su copa de ron. Hace una seña para que suban la música. Las trompetas de Celia Cruz repiquetea­n que la vida es un carnaval. Es el momento del brindis. Después el ritmo nos irá llevando. w

Soy argenzolan­a. Ya tengo la forma de hablar, los gestos, la actitud de ustedes. Hasta me gusta el fernet.” Maryo (32), llegó a la Argentina hace 5 años.

Me gusta la historia del país. Mi vieja me hablaba de Eva y de Perón. A los 24, agarré la mochila y vine”. José, lic. en Recursos Humanos, vino hace 3 años.

Aquí tenemos nuestra vida. Estamos rodeados de amigos que también vinieron. Nadie está solo.” Magalys y Rainier, llegaron hace un año a la Ciudad.

Cuando llegué a este país, me sentí en casa. Los argentinos están locos de remate, igual que nosotros.”

Lía (47), llegó a la Argentina hace 12 años.

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