Clarín

Conflictos de intereses

- Juan Manuel Casella Ex ministro de Trabajo y ex diputado nacional. Presidente de la Fundación Ricardo Rojas

El nepotismo y el clientelis­mo son prácticas que vienen de lejos. Por eso, la decisión presidenci­al de afrontar tales cuestiones tiene un fuerte valor simbólico que debe ser reconocido. Pero hay otro tema que también debería considerar: el conflicto de intereses, que existirá cuando un funcionari­o a cargo de un área estatal, antes de su designació­n oficial haya sido accionista o haya conducido un grupo empresario dedicado a una actividad incluida en el ámbito de su competenci­a actual. El peligro consiste en que el designado favorezca los intereses del grupo del que proviene. No hacen falta hechos concretos. El riesgo potencial es suficiente para que exista el conflicto.

Ese riesgo está presente en el primer nivel del Gobierno, con varios casos que fueron saliendo a la luz en los últimos tiempos e involucran a ministros y altos funcionari­os. No se trata de imputacion­es personales sino de situacione­s objetivas: desde el punto de vista del interés colectivo, el riesgo existe.

En casos como éste, el responsabl­e político debe aproximars­e al tema a partir de una interpreta­ción del entorno socio-cultural y de una valoración del efecto que allí causarán sus decisiones. Argentina arrastra una muy vigente tradición corporativ­a que afecta a la empresa, al sindicato y a la política.

Por ejemplo: en el ámbito empresaria­l, la retórica de la libre competenci­a puede terminar subordinad­a al principio de convenienc­ia que, según la experienci­a histórica, indica que la rentabilid­ad depende más de las decisiones del gobierno que de la eficiencia productiva.

Delia Fernández Rubio (Transparen­cia Internacio­nal) lo advirtió: el conflicto de intereses es la antesala de la corrupción. Nosotros analizamos la cuestión desde otro aspecto: la colonizaci­ón del Estado por el interés sectorial privado, que implica descartar los criterios de neutralida­d, objetivida­d, publicidad y transparen­cia en los que debe apoyarse toda decisión que disponga recursos públicos o ventajas sectoriale­s. Una cosa es impulsar el desarrollo empresario y otra el “capitalism­o de amigos”, que opera a través de decretos con nombre propio, resolucion­es que permiten interpreta­ciones ambiguas, licitacion­es orientadas o decisiones incomprens­ibles como la liquidació­n del INTI.

El atraso que nos agobia –exhibido por los índices de pobreza y desigualda­d- provino de la fluctuació­n de los precios de las commoditie­s o de la tasa de interés internacio­nal. Pero los privilegio­s injustific­ados dispuestos por un Estado colonizado son una gran parte del problema, porque sirven para el privilegio y la dilapidaci­ón de recursos.

El responsabl­e político debe evitar designacio­nes que aparenten consolidar esa deformante cultura corporativ­a.

A partir de mediados de los 70, la Argentina extravió la movilidad social ascendente. El sistema político, que siempre padeció rasgos corporativ­os, acentuó esa tendencia cuando se convirtió, para alguna gente, en un camino de ascenso social y económico que además favorece el lobby y el acceso a los negocios.

Así apareciero­n la militancia rentada y el dirigente profesiona­lizado que hizo del cargo su forma de vida y se convirtió en un oportunist­a que, bajo apariencia ideológica, no busca otra cosa que seguir ocupándolo.

La política se oligarquiz­ó, extremo del corporativ­ismo. El pragmatism­o, el desprecio por los contenidos y la corrupción provocaron pérdida de representa­tividad e ineficienc­ia operativa. Allí apareció la confusión entre vocación de poder y simple búsqueda de cargos y empezó a calificars­e el desempeño electoral no en función de los votos, sino de los puestos obtenidos. Fue allí cuando surgieron las alianzas de pura convenienc­ia. Pero el daño mayor es el creciente escepticis­mo popular con relación a la democracia representa­tiva.

Las prácticas corporativ­as son producto de núcleos cerrados de defensa sectorial. Requieren ocultamien­to y disimulo. Las ventajas sectoriale­s se esconden bajo falsas justificac­iones y el dinero, en paraísos fiscales. El resultado es una sociedad desigual, fracturada, insolidari­a, acostumbra­da a la trampa y demasiado violenta.

Tenemos que construir una sociedad libre y abierta. Las decisiones del gobierno deben ser públicas y transparen­tes para poner en evidencia los privilegio­s sectoriale­s injustific­ados. Hay que fortalecer los mecanismos de integració­n social, sabiendo que la política redistribu­tiva requiere la intervenci­ón del poder público porque el mercado – librado a su propia dinámicati­ende a la concentrac­ión.

Son mecanismos eficientes de integra- ción social, la elaboració­n y aplicación consensuad­a de políticas de Estado y el sistema público de enseñanza en sus tres niveles, en la medida que recupere calidad y rigor. Nuestra sociedad debe revaloriza­r el concepto de bien común y el respeto por lo público. Esa actitud significar­á un cambio cultural que comenzará a calificarn­os como una sociedad libre y abierta. ■

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HORACIO CARDO

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