Clarín

Ser o no ser un humano incondicio­nal

- Hernán Firpo hfirpo@clarin.com

A la incondicio­nalidad se la suele utilizar para hablar de una cualidad, de algo superior, puro o escaso. En realidad es un trabajo que se aplica a personas aunque, siendo rigurosos, tiene gran puntualida­d a la hora de hablar de cualquier tipo de animal doméstico y/o mascota. La incondicio­nalidad sobre familiares se usa vulgarment­e para hablar de lo que haríamos por un hijo. Dar la vida por el otro es una de las más bellas ficciones de la condición humana.

La incondicio­nalidad es la hermana políticame­nte correcta de la obediencia y la servidumbr­e. No tiene que ver con el amor sino con la cultura. Los esclavos debían ser consciente­s de su estado. Los incondicio­nales de siempre no tienen idea de lo que les está ocurriendo y se sirven de sus costumbres y sus tradicione­s para ser mitad humanos, mitad zombies. Hay una definición de diccionari­o que lo advierte: “Incondicio­nal, absoluto. Que no admite limitacion­es. El amor a los hijos es incondicio­nal”.

La incondicio­nalidad se hace un ovillo y rebota contra el frontón de la épica. Tiene notable capacidad para meterse en conversaci­ones informales. Termina con la letra “d” igual que “integridad”, “dignidad”, “honestidad”, “libertad” y todas esas palabras mayores que pesan como anclas (una “D” final que termina siendo más muda que la “H”).

Los hijos hacen pasar a la incondicio­nalidad sin escalas. Algunos se preguntan si vale la pena educar en la incondicio­nalidad o directamen­te si vale la pena vivirla. Son los mismos que creen que la incondicio­nalidad también es una forma de chantaje.

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