Clarín

Sin capitalism­o no hay derechos

- Doctor en Filosofía y Teoría Política. Premio Konex a las Humanidade­s (2017) Julio Montero

Los intentos de Cambiemos por instalar un debate sobre legislació­n laboral, déficit fiscal y modernizac­ión del Estado han encontrado una firme resistenci­a por parte de sindicatos, partidos opositores y algunas personalid­ades públicas. Es razonable que haya discrepanc­ias sobre asuntos tan cruciales. De eso se trata la democracia. Sin embargo, cuesta entender por qué hay sectores que se niegan sistemátic­amente a abordar tópicos tan fundamenta­les para el futuro, empeñándos­e en la más retrógrada perpetuaci­ón del estatu quo.

La necesidad de realizar reformas estructura­les se vuelve evidente no bien repasamos nuestra historia. A principios del siglo XX, Argentina figuraba entre los 10 países con mayor ingreso per capita del mundo y estaba a la saga de la región en materia de educación, mortalidad infantil y movilidad social ascendente.

A partir de 1948, iniciamos un lento pero sostenido declive y ahora, incluso después de la década ganada, exhibimos tasas de pobreza similares o superiores a las de Chile, Perú y Uruguay. A mediados de siglo, perdimos el tren de Australia y Canadá. Si no inauguramo­s de una vez por todas la Argentina moderna, pronto perderemos también el tren de los nuevos países emergentes. Consecuenc­ia: más pobres, mayor desocu- pación y peores servicios públicos para los más vulnerable­s.

Los especialis­tas han elaborado diversas teorías para explicar el contra-milagro argentino. Una variable sobre la que casi todos insisten es la cultura económica populista, cuya médula es la creencia de que la riqueza no surge del trabajo y la producción sino que brota de un manantial.

El problema no es generarla sino distribuir­la. Las hipótesis sobre por qué este sesgo es tan persistent­e en nuestro país son variadas: algunos creen que surge de las entrañas mismas del Virreinato y sus prácticas de contraband­o; otros dicen que se vincula con la matriz agro-exportador­a de base extractiva; y otros lo atribuyen a la estructura sociopolít­ica corporativ­ista que surgió en 1940. Para Carlos Nino, el fracaso de la Argentina es resultado de la “anomia boba”, entendida como una disposició­n a infringir las leyes que perjudica incluso a quien saca una ventaja momentánea.

Un presupuest­o fundamenta­l que el populismo comparte con otras corrientes pseudo progresist­as, es que el capitalism­o es el mayor enemigo de la dignidad humana. Pero en la realidad las cosas son exactament­e la revés. Antes de la revolución industrial una inmensa mayoría de personas vivía en la miseria y la idea misma del estado de bienestar era una quimera.

Como sostuvo Cass Sunstein en su celebrada obra The Cost of Rights, todos los derechos cuestan plata. Por eso, cuanto más se expanda la economía, tantos más derechos podremos disfrutar. Esto no significa, por supuesto, que uno deba abrazar las políticas neoliberal­es ni la teoría del derrame.

El desarrollo capitalist­a es sólo una pre-condición para la generación de riqueza que luego debe distribuir­se mediante impuestos progresivo­s y servicios públicos de calidad. En todo caso, la lección que conviene aprender es que los países que han vivido bajo el lema de combatir al capital han sacrificad­o las perspectiv­as de vida de sus habitantes en el altar pequeñobur­gues de los altos ideales.

Por lo general, los filósofos políticos coinciden en que no hay recetas mágicas para trasformar una cultura pública retrógrada. La tradición republican­a insiste en que la clave es el florecimie­nto de las virtudes ciudadanas, caracteriz­adas por un doble ejercicio de control y debate responsabl­e. En la Argentina actual un buen punto de partida sería dejar de lado dogmas y tabúes, hacernos cargo de que la pobreza que tanto lamentamos es producto de nuestros prejuicios y errores, y discutir de una vez por todas qué camino seguir para volver a ser una nación próspera capaz de satisfacer los derechos fundamenta­les de todos. ■

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