Clarín

El feroz amante de los deportes extremos

- Daniel Leyba dleyba@clarin.com

Necesitaba sobredosis de adrenalina. Esa era su droga. Y la buscaba en los deportes extremos. Intentó primero con el bungee jumping. Se fue al muro de la presa Verzasca, en Suiza, y se arrojó de cabeza desde sus 220 metros con la soga elástica. No sintió nada, apenas un cosquilleo, como si se hubiese tirado de un tobogán de la plaza Devoto.

Probó entonces con el wingsuitin­g flying, esos trajes para volar como si fueras un hombre-pájaro. Así que viajó a Ocaña, un lugar de La Mancha donde sólo se atreven los más intrépidos, y se lanzó al vacío. Otro fracaso. Ni llegó a sentirse un pajarón.

Sin entrenamie­nto ni experienci­a tomó luego un avión a Nepal y escaló los 8091 metros del Annapurna en pleno invierno boreal y sin tubo de oxígeno. Ya en la cima, descendió al campamento base en parapente y con remera de manga corta. No se le movió un pelo. Fue como una caminata por la peatonal de Necochea un lunes fuera de temporada.

Hasta que un día, harto de las decepcione­s, se jugó todas las fichas: agarró su bicicleta y se largó a pedalear por las calles de Buenos Aires. Y llegaron las emociones fuertes.

En esa jungla de animales salvajes y sedientos de sangre, gozó extasiado de los taxistas que lo pasaban velozmente a milímetros de su codo. De los colectiver­os que le tiraban la mole sobre la rueda trasera y le exigían paso a los bocinazos. De las motos que se metían de contramano por la bicisenda y lo embestían de frente como un toro estocado.

Ahora va por más. Decidió viajar en auto por cualquiera de las tantas rutas argentinas sin banquinas. Se está pasando de la raya.

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