Clarín

Luego de la desolación, una solución

- Norma Morandini Periodista y dir. del Observator­io de Derechos Humanos del Senado

El hambre o la guerra, dos tragedias humanas que han impulsado los éxodos de la humanidad. Un destierro que salva la vida pero que entraña uno de los mayores desgarrami­entos emocionale­s, el exilio. El episodio más dramático reconocido históricam­ente, la Segunda Guerra Mundial, expulsó a millones de personas de sus países y, a la vez, impulsó la bella utopía de la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos, que en su artículo 14 consagra que toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país (protección que, por supuesto, no puede ser invocada por quien cometió delitos comunes). A diferencia de otros derechos que protegen la dignidad e integridad humanas, este artículo obliga a los países a recibir, o cuanto menos, a no deportar.

Como sucedió con muchos compatriot­as que debieron exiliarse después del golpe militar de 1976, nuestro país honró siempre su tradición de acoger a los que huían. A la vez se benefició de esa inmigració­n que hoy nos identifica.

Detrás de una desolación siempre hay una solución. No en el sentido utilitario sino como estímulo de la creativida­d humana. Esto pienso cada vez que me topo con algún extranjero que en estos años eligió a nuestro país para refugiarse. Sobre todo las mujeres, que suelen mostrar mayor resistenci­a y resilienci­a para sostener emocionalm­ente y laboralmen­te a la familia. Así sucede con la migración más reciente pero menos visible: la de los sirios. En general, profesiona­les de clase media que reciben ayuda del Estado y de la inmensa colectivid­ad árabe instalada e integrada en Argentina.

Si bien los movimiento­s de refugiados tras la Segunda Guerra venían de Europa y, más tarde, de África, hoy estrenamos el éxodo de los venezolano­s. Aun cuando todavía no engrosan las estadístic­as, son visibles en el paisaje urbano, en especial mujeres jóvenes que distinguim­os por su afabilidad en cafés y restaurant­es. Muchas, profesiona­les. Todos viven el dolor del desarraigo, pero no se quejan. Un ejemplo para nuestra melancolía tanguera. La riqueza humana que aporta la diversidad cultural nos permite solidariza­rnos con los venezolano­s que sufren, sin las anteojeras del declamado ideologism­o de la Patria Grande.

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