Clarín

La mágica modorra de un atardecer

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

Al fondo, el río, ese río marrón salpicado de islas, aquí y allá , tan cerca y tan lejos. En medio, la vista se pierde entre las grandes superficie­s verdes, de césped prolijamen­te cortado, que por momentos se convierte en suave ondulación, interrumpi­da por un arroyo que, sigiloso, se desliza partiendo en dos el paisaje. De repente, como si una voz inaudible para el oído humano hubiera dado la orden, las dece- nas de pájaros posados en el techo del edificio principal levantan vuelo, surcando el aire casi primaveral de una tarde con la que febrero empieza ya a despedirse.

El silencio es apenas quebrado por la zambullida de un grupito de chicos, despreocup­ados como correspond­e a la edad que se les adivina - alguno tiene un curioso cinturón salvavidas amarrado a la cintura, los otros levantan poco menos de un metro del suelo-, y los gritos que acompañan los saltos a la pileta desde el puente de madera.

Una moza diligente va y viene, bandeja en mano. Un vientecito suave y agradable acom- paña la modorra de un atardecer que empieza a insinuarse. Y entonces el milagro se produce allá arriba. El cielo, de un azul límpido e impecable, se va poblando de unas nubes maravillos­as, que dibujan los trazados más caprichoso­s e increíbles, coloreado todo por una paleta que no parece del reino de este mundo.

Unos ramalazos de rosado intenso, que se van encendiend­o o apagando, según la mirada se desplace hacia abajo o hacia arriba; una gama de grises atravesado­s por un amarillo profundo. El cielo ya no es el cielo; es el lienzo de un pintor de manos prodigiosa­s que decidió ofrendar el regalo de su magia.

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