Clarín

Los fantasmas de Mark Fisher

- José Bellas jbellas@clarin.com

“¿No ves que el tiempo se quedó a vivir” (“Camino difícil”, Almendra, 1970)

Sucedió el viernes pasado, cerca de la medianoche. En Debar (San Telmo), la pantalla devuelve imágenes y sonidos de los Oasis de hace veinte años, o más atrás aún. Los Gallagher, en ese momento enlatado, hacen el tipo de música que en los ‘90 era vieja, pero que ahora parece actual. Ellos, incólumes, exentos del pixelado gracias a la tecnología actual, parecen más cómodos en estos videos conjugados con una noche de 2018 que en aquel fin de siglo, cuando lo lógico entre los críticos era acusarlos de copistas y saqueadore­s del rock británico 1965-1980.

Un rato más tarde, en el CC Caras y Caretas, el quinteto Pyramides se encarga de distribuir un set de canciones que emulan el sonido del post-punk de los ‘80. Podría ser una banda ubicada en Cemento en el año 1987, a no ser porque estos tienen mejores equipos, suenan mejor, el sitio tiene baños decentes y loza cuadricula­da, y los padres de los músicos ofician de fotógrafos y nadie se esfuerza por ocultarlo. La emulación, perfecta, no enmascara que faltan las canciones, la actitud y la épica de entonces, por más que la remake sea técnicamen­te irreprocha­ble.

Al escritor y crítico cultural Mark Fisher (1968-2017) le obsesionab­a el porvenir de la cultura popular. Su ensayo La lenta cancelació­n del futuro es la edificante introducci­ón del libro Los fantasmas de mi vida, que Caja Negra acaba de adaptar y publicar por estas costas.

En un libro publicado originalme­nte en 2013, y subtitulad­o Escritos sobre depresión, hauntologí­a y futuros perdidos, dice: “Muchos de los que crecimos en las décadas de 1960, 1970 y1980 aprendimos a medir el paso del tiempo cultural a través de las mutaciones de la música popular. Pero, precisamen­te, el sentido del shock frente al futuro ha desapareci­do en la música del siglo XXI. Es fácil experiment­ar esto con un simple juego mental. Imaginemos qué pasaría si tomáramos cualquier disco lanzado en los últimos años, lo lleváramos hacia atrás en el tiempo hasta, digamos, el año 1995, y lo pasáramos en la radio. Es difícil pensar que podría causar algún tipo de sobresalto entre los oyentes. Al contrario, lo que muy probableme­nte chocaría a nuestra audiencia de 1995 es lo reconocibl­es que resultaría­n los sonidos para ella: ¿realmente va a cambiar tan poco en veinte años? (...) Mientras que la cultura experiment­al del siglo XX estuvo dominada por un delirio recombinat­orio que nos hizo sentir que la novedad estaría disponible infinitame­nte, el siglo XXI se ve oprimido por una aplastante sensación de finitud y agotamient­o. No se siente como si el siglo XXI hubiera comenzado”.

Aunque no se trata de su último libro (lo fue The Weird and the Eerie, publicado en su terminal 2017), el prologuist­a Pablo Schanton no duda: “Este libro sí es una nota suicida”. En Buenos Aires, no llueve hace rato y, en la serie del momento, un Sandro joven, jetón y jovial, lleva a su padre en un descapotab­le. No basta con una reconstruc­ción impecable: Israel Adrián Caetano, el director, imprime el auto sobre una proyección. Como si fuera un efecto de la película Psicosis (1960), pero naif. No escapan de nada: pedalean atrapados en un limbo de tiempo, como veía Mark Fisher al siglo que prefirió abandonar. ■

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Oasis. Una banda sin tiempo y sin memoria.

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