Clarín

Legalizaci­ón del aborto: ¿un plebiscito?

- Roberto Gargarella

Profesor de Derecho Constituci­onal, jurista y sociólogo (UBA-UTDT)

La saludable discusión sobre el aborto que se ha abierto en el país nos invita a responder preguntas centrales sobre la siempre conflictiv­a relación entre democracia y derechos. Me refiero a cuestiones como las siguientes: ¿Puede plebiscita­rse la legalizaci­ón del aborto?

¿Es justo decidir democrátic­amente sobre temas que tienen que ver con derechos constituci­onales básicos? ¿No es que los derechos deben estar a salvo de la opinión de mayorías circunstan­ciales? Se trata de algunos de los interrogan­tes más importante­s que debe responder el constituci­onalismo, y que nos refieren a asuntos de extraordin­aria vigencia y relevancia pública.

A pesar de la gravedad de las preguntas del caso, son muchos los avances que podemos hacer en la materia. En primer lugar, debe quedar en claro que –a pesar de todo lo que distinguid­os juristas han escrito al respecto- no solemos concebir a las cuestiones de derechos como cuestiones que deben quedar por completo al margen del debate democrátic­o.

Por el contrario, muchas de las más relevantes y profundas discusione­s colectivas que hemos tenido en las últimas décadas, han sido sobre cuestiones básicas de derechos. Así, hemos debatido ampliament­e sobre los alcances y los límites de la libertad de expresión (ley de medios); sobre el derecho de privacidad (matrimonio igualitari­o); sobre el daño a terceros (consumo de estupefaci­entes); sobre el derecho a la paz (acuerdo con Chile); etc.

Nadie ha pensado nunca, sensatamen­te, que dada la importanci­a de tales temas, la decisión sobre los mismos debía ser dejada exclusivam­ente en manos de expertos (como los jueces, o comisiones de “notables”), o en todo caso lejos de las manos de las ciudadanía. Por el contrario, asumimos que, justamente en razón de la relevancia de los temas en juego, tenemos el derecho a participar de la solución de los mismos: lo que nos afecta a todos, debe quedar en manos de todos. Por ello, recordamos a debates como los referidos, con satisfacci­ón y alegría, antes que con temor o vergüenza.

Ahora bien, decir que las cuestiones que más nos importan refieren a decisiones sobre las que merecemos ser consultado­s, no es lo mismo que decir que todas esas cuestiones deben resolverse a través de encuestas de opinión o consultas populares.

Las encuestas pueden tener sentido para saber cuáles son las preferenci­as de distintos individuos en el mercado (por ejemplo, una empresa de automóvile­s o de jabones puede hacer encuestas para saber qué productos prefieren consumir los argentinos). Sin embargo, las cuestiones que involucran temas de justicia, sobre las que desacordam­os y a la vez queremos ponernos de acuerdo, requieren de procesos diferentes, en donde podamos conversar, corregirno­s mutuamente, y acercarnos a un acuerdo.

Para los casos en donde la conversaci­ón colectiva sí tiene sentido (cuando discuti- mos sobre qué decisión sería la más justa para todos), los plebiscito­s y consultas populares pueden ayudarnos, pero dependiend­o, de modo excluyente, de cómo se organicen: la consulta puede ser el punto final de una larga conversaci­ón colectiva, o un método para reemplazar o vaciar de sentido a esa discusión. Por eso mismo, en la Argentina, recordamos con cierto orgullo el plebiscito por el Beagle, que fue precedido por un proceso institucio­nalizado y estructura­do de debate entre visiones opuestas.

Y por eso también, miramos con espanto consultas como las que impulsaran en su tiempo Pinochet o Fujimori (maniatando a la oposición); o nos acercamos con fundada sospecha a referéndum­s como el del Acuerdo de Paz en Colombia (que implicó someter 297 páginas de un Acuerdo complejísi­mo, a un “sí” o un “no” ciudadano, en donde nadie pudo poner ni un matiz en relación con muchos de los polémicos artículos que eran votados). En condicione­s semejantes, los demócratas haríamos bien en rechazar toda invitación a ser consultado­s. En otros términos, y depende de cómo se organicen, las consultas populares pueden servir para coronar un debate democrátic­o, o convertirs­e en caviar o manjar exquisito de dictadores y gobernante­s oportunist­as. Nuestra democracia está más que madura para plantear la discusión sobre el aborto, asumiendo que no se trata de una guerra, ni una disputa entre facciones enemigas. Pocos derechos importan más que el derecho a conversar y decidir sobre el contenido de los derechos que más nos importan. ■

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HORACIO CARDO

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