Clarín

Córdoba + viernes: sí o sí, hay que ver a La Mona Jiménez

Cada semana, en el Monumental, “el jefe” del cuarteto convoca a sus fieles y viraliza sus shows en las redes.

- Nahuel Gallotta

La primera impresión es una sorpresa grande, y hasta chocante, para el que viene a conocer: acá adentro todo se parece a una esquina cualquiera de Córdoba. Podría ser una previa gigante en la calle. Los grupitos de amigos y amigas conversan, se sacan fotos con los murales del “rey” de fondo, fuman y toman cajas de vino o fernet en vasos de plástico. Todo está en silencio.

La música, acá, en el Monumental Sargento Cabral, el baile más popular de la ciudad de Córdoba, brilla por su ausencia. No hay DJ. Por eso la sorpresa. Son cerca de las 2.20 de la madrugada y lo único que supera a las voces de las cinco mil o seis mil personas son algunos chiflidos sueltos.

Hasta que, de un momento a otro, así de la nada, como cuando la luz vuelve a una casa, comienza a sonar 28 de diciembre, la canción que La Mona le dedicó a su mujer. Al mismo instante se ilumina el escenario. De rojo. Pocos segundos después aparece “el Viejo”, como le gritan desde acá abajo, adelante. Lleva micrófono en mano y un traje verde y negro de esos que sólo usa él. Una persona lo sigue de cerca, de frente. En uno de esos palitos que sirven para sacarse selfies tiene dos celulares que están transmitie­ndo el show en vivo a través de las redes sociales. Para los que se quedaron en casa, para los presos, para los que no pudieron pagar la entrada, para los que están trabajando...

Jiménez hace unos pasos, se acerca al atril, lee y comienza a cantar. No hay un anunciador que lo presenta, ni él saluda, ni el público explota cuando lo ve. La relación ídolo-fans, parece, es distinta a las tradiciona­les. Acá, en Córdoba, los fans pueden ver a su ídolo todos los viernes, todos los sábados, y hasta algunos domingos. Desde hace pila de años, sin cansarse. Entonces, podría creerse que está naturaliza­do que toque La Mona, que esté en su baile, que suene de fondo. Al rato, cuando la canción es pura música, sí, se refiere a la gente por primera vez: “¡Buenas noches a todos: acá otro viernes mááááás... ! ¡Y se va se va se vaáaaa…!”, dice, como bus- cándole una excusa o una explicació­n a algo que a cualquiera le generaría curiosidad: a dos semanas de festejar sus 50 años en la música, ¿qué hace que el público siga viniendo? Acaso el Indio Solari, ¿reuniría 6 mil personas cada noche si se presentara en vivo todos los viernes y sábados durante años? ¡O Boca llenaría La Bombonera si jugara partidos tres días seguidos de local por fin de semana?

Pueden decirle “baile”, pero es más que eso. Pueden decirle “recital”, pero se queda corto, muy corto. Pueden compararlo con el espectácul­o que se les ocurra, pero no hay nada que se le parezca. Venir a un baile de La Mona es una salida que no puede perderse nadie. Ni el argentino que vive fuera de Córdoba, ni el gringo, el europeo mochilero o el sudamerica­no que cree que conocer el país es ver un Boca-River. Es raro que nadie haya organizado un tour. Venir a Córdoba y no ver a La Mona en vivo es como visitar la Argentina y no comer un asado.

Acá todo es energía. Es energía cuando la Mona empieza a nombrar a muchos de los barrios de sus fans, a partir del lenguaje de señas que creó. Es energía encontrar hippies, rolingas, pibes de barrio, bacanes y lo que uno se imagine en un mismo lugar, divirtiénd­ose. Son energía las parejas que bailan con caras de los que recién se conocen. Son energías los que se compran un vino barato sin importar querer aparentar lo que no son con un champagne caro. Es energía un tipo de 67 años que canta durante más de dos horas y media durante cincuenta años.

Cada tanto hay intervalos. La Mona deja el escenario o descansa unos minutos en el camarín y todo es como el principio: silencio puro. El baile vuelve a ser una previa. Otra previa de la próxima salida de La Mona. Ahora tampoco hay DJ ni música para bailar. Hay que ir al baño, hay que ir a la barra ($120 una cerveza, $150 un vino con Coca y hielo, $200 el fernet), hay que descansar, hay que secarse la transpirac­ión, hay que conversar sobre los temas que cantó, los que no cantó, los que ojalá cante en la próxima salida.

Y allí hay otro tema. ¿Cuál es el poder de una canción? Hace unos días se viralizó la historia de Edgardo Villarreal, un abuelo fanático, oriundo de San Francisco. Padece pérdida de memoria. Pero cada vez que su familia le hace escuchar Se fue, la canta sin problemas, de memoria. César Torres es un futbolista de una liga amateur de Río Tercero. La leyenda dice que un pelotazo lo hizo perder la memoria. Que durante 46 días no reconoció a nadie, y que hasta tuvo que volver a aprender a tomar mate. Todo cambió cuando escuchó en la radio una canción de La Mona. Se puso a cantarla. De comienzo a fin. Ese fue el principio de su recuperaci­ón. Con la Mona no existe lo imposible. Como aquella tarde de 2006, cuando dos ladrones desistiero­n de asaltar a su víctima al enterarse de que era la madre de su ídolo.

Ya son las cuatro y media y la banda vuelve a sonar. La gente baila, canta, lo mira, le hace señas para que nombre a su barrio. Algunas burlan la seguridad y suben al escenario a abrazarlo. Llamen a un antropólog­o y a un sociólogo. Ellos, a lo mejor, puedan entender por qué pasa todo lo que pasa un viernes en el Sargento Cabral. Hace miles de viernes. ■

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DANIEL CÁCERES Qué monada. Ahí está “el Rey”, Juan Carlos Jiménez Rufino, como cada viernes, como cada fin de semana, renovando su pacto de amor con su gente que siempre -pero siempre- vuelve.
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Ser fan. Con La Mona en la piel.

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