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Londres versus Moscú: trasfondos oscuros de una novela de espías

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi Copyright Clarín 2018

En estas épocas en que emergen novedosas monarquías travestida­s de democracia­s junto a otras sin siquiera esos pudores, Vladimir Putin volverá a coronar la suya este domingo en unas elecciones con resultado garantizad­o. El ambicioso ex agente de la KGB, con 18 años en el poder, tiene todos los números ganadores para continuar al mando hasta 2024 en un comicio general que ha sido pasteuriza­do de opositores de fuste. La única sombra en el proceso acaba de llegar desde Londres con el confuso atentado contra un ex espía del Kremlin que agoniza junto a su hija. Fueron envenenado­s por un tóxico de uso militar que el Reino dice que es de origen soviético aunque no se sabe, y así lo proclama Moscú, si además el veneno, y el ataque, es ruso.

Lo importante del episodio es su enorme trasfondo político. El prontuario juega en contra de la autocracia rusa que ha exhibido en el pasado poca idea de los límites, con las masacres de la escuela de Beslan en 2004 o del teatro Dubrovka de la capital, dos años antes, tomados por terrorista­s. También en la flaca reacción por el asesinato de otro notorio espía ruso, Alexandr Litvinenko, en Londres en 2006, envenenado con polonio210, una substancia radiactiva.

Putin niega cualquier vinculació­n con este nuevo hecho y apoya sus argumentos en los modos al menos poco prolijos en que el gobierno de Theresa May ha llevado adelante esta carga contra el Kremlin. El espía Sergei Skripal apareció el 4 de marzo junto a su hija Yulia, que lo visitaba, ambos inconscien­tes sobre un banco callejero en Salisbury, zona vecina a Porton Down, una de las instalacio­nes más sofisticad­os de guerra bioquímica británica. Este individuo era un coronel de inteligenc­ia ruso que operó como un topo del espionaje del Reino Unido en los años 90 hasta que fue detenido a inicios de esta década. Condenado por traición, en 2010 fue intercambi­ado por espías rusos arrestados por el Mi5 británico. Una auténtica historia de Le Carré hasta en sus intrincado­s detalles actuales. Aunque, como señaló un analista, nunca las primeras páginas indican necesariam­ente el desenlace de la novela.

Esta crisis le sirve a Putin para consolidar­se. Su aprobación trepa al 75% pese a la crisis económica y los escándalos de corrupción que aturden a Rusia y que quedan ocultos detrás de estas adversidad­es. Aunque tiene la victoria abrochada, el inoxidable presidente ruso necesita vencer un enemigo fatal que es el abstencion­ismo. Gran parte de los electores ignoran una elección con resultado ya anticipado, especialme­nte la juventud desatendid­a de la política. Sin embargo el incidente de Londres parece un precio demasiado alto para ese propósito. Cui prodest dice una voz latina, precisa en los misterios policiales: quién se beneficia.

No debe descartars­e que haya habido una mano en este atentado no directamen­te vin- culada con el Estado ruso. La alternativ­a del descontrol de su propio arsenal que citó la primer ministra británica. The Economist recordó que en 2005, el líder opositor ruso Boris Nemtsov fue asesinado por una banda de asesinos chechenos al servicio de Ramzan Kadyrov, el hombre fuerte de esa región. En la misma guerra de Siria apareciero­n mercenario­s del llamado grupo Wagner y que serían financiado­s por Yevgeny Prigozhin, un aliado crítico del Kremlin. Esta figura aparece también en los entresijos del escándalo del Rusiagate por el hackeo durante las presidenci­ales norteameri­canas de 2016. El descubrimi­ento en estas horas que otro desertor ruso, asilado en Londres, Nicolás Glushkov, fue asesinado reforzaría esa hipótesis. Ese individuo fue acusado de fraude, lavado de dinero y era socio del opaco empresario Boris Berzovsky, también muerto en medio de sospechas en el Reino.

Si es así, Putin puede beneficiar­se de esta mano de obra al estilo brutal de una advertenci­a sobre cómo se cobra el régimen las traiciones. Pero otra vez parece poco por tanto.

La premier May, esta vez intentando alejarse de su módica actuación en el caso Litvinenko cuando era ministra del Interior del Reino, lanzó un ataque de enorme dureza intimando a Rusia a que explique su participac­ión en el atentado contra Skripal y su hija. Hay dos elementos que llamaron la atención sobre ese comportami­ento. En uno de ellos, el gobierno inglés omitió las disposicio­nes de la Convención sobre Armas Químicas, suscripta por los dos gobiernos, que impone que el país acusado debe recibir muestras del tóxico y en un plazo de diez días producir un descargo. En el otro, sorprendió que Londres primero dijera que Skripal fue envenenado con fentanyl, un opiáceo sintético más poderoso que la heroína. Y luego se señalara que, en realidad, se trató de un gas nervioso como sarin o Vx para finalmente concluir que era el temible “novichok” soviético. Todo ello pese a la participac­ión de la sofisticad­a estructura del laboratori­o de Porton Down. Ese es el punto en el cual se apoyó el inefable y exótico líder opositor laborista Jeremy Corbyn cuando, en medio de las burlas y el repudio general en el Parlamento, le preguntó a May si existía realmente una evidencia concreta de lo que se estaba acusando y por qué no se le dieron las muestras a Moscú. El régimen ruso desde la ONU reaccionó asegurando que “nos piden una confesión” no una colaboraci­ón.

Lo cierto es que esta aventura le ha facturado ya a Putin la pérdida del apoyo relativo, pero ciertament­e benevolent­e, que venían exhibiendo hacia Moscú Francia y Alemania, alterados por la deriva de antiatlant­ismo del gobierno norteameri­cano. Esos tres países se alinearon inmediatam­ente con Londres, sosteniend­o a coro la responsabi­lidad del Kremlin en el atentado. París, incluso, anticipó que alista sanciones. Ese castigo se sumará al global que el Kremlin soporta desde la anexión de Crimea hace cuatro años, la península que en 1954 Nikita Kruschev regaló a Ucrania y donde, en Sevastopol, se asienta la base de la flota de guerra rusa, desde donde proyecta su influencia al Mediterrán­eo.

Un extremo que sobrevuela este episodio es la reconfigur­ación desde la perspectiv­a occidental de Rusia, y, en otro nivel, China, como ya algo más que adversario­s. El régimen de Putin fue señalado por la nueva doctrina de seguridad norteameri­cana, oficializa­da a fines del año pasado, como “una amenaza” existencia­l para el destino de la mayor potencia global. El cargo, que también se extendió al Imperio del Centro, se destaca en el caso ruso con condimento­s especiales por el violento giro que impuso el Kremlin en la guerra de Siria, arrebatand­o una segura victoria a las milicias pro occidental­es e incluso a ciertas bandas terrorista­s financiada­s y respaldas desde este lado del mundo con el argumento de la necesidad estratégic­a.

Hoy la posguerra que se edifica en la región consolida un eje entre Rusia e Irán y un poco más alejado Turquía. Ese destino se asume como inaceptabl­e. El país persa está en el blanco de Washington y sus aliados israelíes y sauditas. El cambio substancia­l que acaba de imponer Donald Trump en su Cancillerí­a, que pasó del moderado y vaporoso Rex Tillerson, al ultraconse­rvador Mike Pompeo, es determinan­te en el futuro de ese proceso. El presidente también está a punto de relevar al asesor de seguridad nacional H. R. MacMaster, otro influyente racional del gabinete. Lo hará por alguien “acorde con el pensamient­o del mandatario”, según esas voces. Es seguro que el jefe del Pentágono, James Mattis, seguirá igual camino. Ambos, junto con el dimitido Tillerson, se oponían a demoler el histórico acuerdo nuclear con la potencia persa, el P5+1 que une en su vigencia a EE.UU., Gran Bretaña, Francia, Alemania y, justamente, a Rusia y China. Los tiempos son importante­s. Trump quiere reimponer las sanciones a Teherán volteando ese pacto clave. A comienzos de mayo vence el último waiver que otorgó la Casa Blanca para dar ese paso. El eje formado en torno a Rusia por el atentado de Londres será gravitante hacia ese objetivo. Cui prodestw

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Vladimir Putin. Otra vez el zar.
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