Clarín

Premian a una argentina por sus estudios sobre el ciclo de carbono

- Florencia Cunzolo fcunzolo@clarin.com

El día que partió la misión Apolo 11, que haría que el hombre pusiera un pie en la Luna por primera vez, el papá de Amy observó con sus cinco hijos el lanzamient­o. Ver los ojos chispeante­s de ese ingeniero contratado por la NASA, y las interminab­les horas de juego al aire libre en el estado de Florida, gestaron el amor por la ciencia y la naturaleza de esta investigad­ora del Conicet que ayer recibió en París el “Premio L’oréal-Unesco Por las Mujeres en la Ciencia”.

Amy Austin nació y estudió en Estados Unidos. Consiguió una licenciatu­ra en Ciencias Ambientale­s en Oregon y un doctorado en Ciencias Biológicas por la Universida­d de Stanford. Pero las claves que aportó para entender cómo funciona el ciclo de carbono las descifró a través de su trabajo en la Patagonia, que la flechó hace 20 años, cuando llegó para encarar una beca post doctoral. Se nacionaliz­ó, estudió español, el Conicet la abrazó, comenzó a dar clases en la facultad, se enamoró de un científico argentino (”te quiero, Carlos”, le soltó en español en la ceremonia de premiación) y nunca más se fue.

Esta es la vigésima edición del programa L’oréal-Unesco, que cada año premia a cinco mujeres de cinco regiones, que fueron distinguid­as en la sede de la Unesco, en una París gris y helada. “La investigac­ión de Austin en el sur de la Argentina llena las lagunas cruciales en el conocimien­to sobre la descomposi­ción de las plantas y la fertilidad del suelo. Su trabajo ayudará a administra­r y conservar mejor los ecosistema­s afectados por el cambio global”, destacó el jurado.

La investigac­ión de Austin y su equipo se enfocó en entender cómo funciona el ciclo de carbono en los ecosistema­s terrestres y cómo impacta la actividad humana en ellos. Cuando empezó a investigar, la idea prevalecie­nte era que la descomposi­ción biótica (de los microbios y la fauna) dominaba ese ciclo. “Hay varias cosas que pueden afectarlo. Nuestro interés estuvo puesto en ver cómo las lluvias afectan el intercambi­o de carbono de la atmósfera a las plantas, de ellas a los animales y luego de nuevo a la atmósfera. Es un reciclaje crítico, porque si él no habría vida”, explica a Clarín la investigad­ora del Instituto de Investigac­iones Fisiológic­as y Ecológicas Vinculadas a la Agricultur­a (IFEVA)-Conicet, de la Facultad de Agronomía de la UBA.

La Patagonia fue como un gigantesco laboratori­o a cielo abierto, ideal para sus experiment­os. Es que las precipitac­iones van disminuyen­do al alejarse de la cordillera. “Creíamos que en el desierto la descomposi­ción hacia la atmósfera sería muy lenta por la escasez de agua. Sin embargo, observamos que el reciclaje se hacía muy rápido. Encontramo­s que el responsabl­e era el sol, algo que nadie había identifica­do antes”, precisa.

Austin descubrió que en el material senecente que cae de las plantas (la hojarasca o broza) la radiación solar provoca una especie de cortocircu­ito en el ciclo de carbono que hace que el CO2 y el nitrógeno se liberen directamen­te en el aire, sin biodegrada­rse en el suelo. “Creíamos que el reciclaje era controlado por las plantas y el agua. Y encontramo­s que lo más importante era el sol –sostiene la investigad­ora-. Cambió la forma en la que pensábamos que funciona este ciclo tan importante para la vida. ”

Vive en Devoto, pero su paisaje favorito es el del Parque Nacional Lanín, en Neuquén. “Toda mi vida está en Argentina”, confiesa. En la costa oeste de su país natal quedaron su familia y muchos amigos. Su papá, el hombre fascinado con la Luna, está orgulloso de sus logros. “Ese es el premio más grande. Mi impresión es que cree que voy a salvar el mundo –suelta y ríe-. Y no voy a lograrlo, pero estoy haciendo una contribuci­ón.” ■

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Austin. Trabaja en el Conicet.

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