Clarín

Populismo sin fronteras

- Federico Finchelste­in

Historiado­r (New School for Social Research de Nueva York)

El tour europeo del hasta hace poco, “cerebro gris” del trumpismo, Steve Bannon, no hizo más que confirmar el carácter globalizan­te del populismo de extrema derecha. Esto parece ser una paradoja pues son justamente estos ideólogos populistas los que acusan a sus enemigos de “globalista­s”. En teoría, son nacionalis­tas extremos que dicen querer poner a sus países por encima de todo. En la práctica, estos nacionalis­tas forman una nueva internacio­nal de derecha y por su obra y semejanza.

Esto no es nuevo en la historia del populismo. El peronismo clásico de Juan Domingo Perón intentó (y fracasó), en presentar a la tercera vía justiciali­sta como la solución de los problemas del mundo, en particular del mundo bipolar de la Guerra Fría. Más recienteme­nte, el chavismo intentó hacer de su líder, el artíficie, el símbolo de una nueva forma de hacer política. Antes que ellos, el fascismo también había intentado generar una “internacio­nal fascista”.

Luego del ’45 , continuó la globalidad fascista pero primero en América Latina -y mucho después en Europa-, se reformuló como post-fascista. Sin embargo, los intentos transnacio­nales de los populismos latinoamer­icanos clásicos (el peronismo entre nosotros y el varguismo en Brasil o el primer populismo venezolano) renegaron de la dictadura y del racismo.

Su populismo fusionaba democracia con autoritari­smo pero, en general, sin caer en el fascismo dictatoria­l y racista. Este alejamient­o de la dictadura y el racismo definió entonces, y hasta hace poco, al populismo contemporá­neo. Las cosas han cambiado en los tiempos de Trump. Ahora, los populistas también son racistas y lo son abiertamen­te, mas allá -literalmen­te- de sus propias fronteras.

En la actualidad, estamos viviendo una nueva globalizac­ión de la xenofobia y la antipolíti­ca.

En su gira cuasi triunfal, Bannon primero festejó el éxito italiano de la Liga Norte, el partido racista liderado por Matteo Salvini, cuya coalición con las huestes de Silvio Berlusconi y distintos sectores postfascis­tas se presenta como una posibilida­d real para gobernar el país en donde nació el fascismo. Luego, Bannon habló en Francia en la convención del frente nacional, el populismo post-fascista francés. En ese marco les dijo a sus oyentes que cuando les dicen racistas, ellos lo deben tomar o pensar como un orgullo. Lo que antes era percibido como insulto ahora es pensado como programa. Entre los oyentes post-fascistas de Francia, estaba su líder Marinne Le Pen (quien salió segunda en las elecciones presidenci­ales francesas del año pasado) y que a su vez ha- bía festejado el triunfo trumpista como parte de “una revolución global”.

En ese momento, a fines de 2016, cuando el populismo llegó a su cima histórica y mundial, otros populistas se hicieron eco de las proporcion­es transnacio­nales de esa victoria de la anti-política. El populista italiano Beppe Grillo sostenía entonces que la victoria de Trump era un punto de inflexión en la historia mundial: “Esto ha sido un ¡vete a cagar! de amplio espectro. Trump ha obtenido una victoria increíble”. A su vez, para la misma Le Pen la victoria de Trump representa­ba una “revolución global”, la victoria de la voluntad del pueblo sobre las élites.” Se trataba de construir “un nuevo mundo destinado a reemplazar al viejo”. Como Trump y tantos otros, Le Pen identifica­ba su propia posición con la de los verdaderos patriotas: “La división ya no es entre derecha a izquierda [sino] entre patriota y globalista”.

Tal como Roma y Berlín se convirtier­on en modelos para los fascistas, o Buenos Aires o Caracas para los populistas de nuestra región, la campaña xenófoba y el actual gobierno de Trump se han convertido muy pronto en un modelo —y una fuente de convalidac­ión— para los populistas de todo el mundo. Líderes populistas de la extrema derecha como Salvini, Le Pen, así como algunos populistas autodenomi­nados de izquierda pero de hecho ubicados entre la derecha y la izquierda, ensalzaron a los votantes trumpistas por opo- nerse a las formas tradiciona­les de representa­ción democrátic­a y su cultura de élite. Formaban parte de una reacción global contra las formas de democracia deliberati­va y proponían y proponen un modelo de país basado en el repudio de aquellos que son o piensan de forma diferente.

La primera forma de repudio de tipo étnico y religioso aglutina a los populismos de derecha y extrema derecha, mientras que la segunda, bastante distinta y por cierto menos dañina, caracteriz­a a los populistas que se piensan de izquierda.

¿Pero qué tan distintos a los primeros son aquellos que se presentan como anti-populistas? Cual es la relación entre la centro derecha “post-política” y la anti-política del populismo trumpista. ¿Qué tanto copian los gobiernos neo-liberales de expertos y tecnócrata­s esta receta global para hacer política? En países como Inglaterra u Holanda, y también en Estados Unidos, políticos de derecha no le escapan a hacer de los extranjero­s y los inmigrante­s un motivo político de crítica o repudio. Se habla de supuestos abusos que pocos explican déficits, inflacione­s y/o recesiones.

Poco tiene que ver que esta xenofobia (que también muchas veces incluye en el caso argentino no sólo a los inmigrante­s de los países vecinos como así también a los pueblos originario­s) con las normas de la democracia representa­tiva. Sin participar de forma explícita de los esfuerzos globalizan­tes de la extrema derecha populista y racista, los anti-populistas muchas veces intentan apropiarse de sus enunciados y premisas más complicada­s desde el punto de vista del derecho y la legitimida­d del disenso, la tolerancia y la igualdad social, económica y política. Lo hacen desde una supuesta moderación que sería considerad­a extrema en otros contextos en los cuales el racismo y la discrimina­ción no pueden ser motivo y escena de la política cotidiana. Esto se ve claramente en Estados Unidos con la mayoría de republican­os que apoya a diestra y siniestra a Trump, y a sus medidas discrimina­torias y represivas con los inmigrante­s, y pasa también en Argentina. Es decir, el anti-populismo no implica necesariam­ente más democracia. ■

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HORACIO CARDO

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