Clarín

Una herida de muerte para el soberanism­o de Puigdemont

Caída. El arresto del ex presidente de Cataluña, Carles Puigdemont, supone un duro golpe para un sector del independen­tismo liderado por un polémico personaje.

- Marina Artusa martusa@clarin.com

Se acaba de romper el hechizo. A los porrazos, el nacionalis­mo catalán está despertand­o del sueño surrealist­a de la república propia: el ex presidente Carles Puigdemont, un Sant Jordi profano del independen­tismo, un demiurgo que digitó hasta este domingo, desde Bruselas y por Skype, el destino errático de los que aún insisten con separarse de España, ha sido apresado en Alemania dejando huérfano a un soberanism­o anémico como nunca antes. Luego de meses de cacería y fuga -no sólo de Puigdemont, que huyó a Bélgica en octubre de 2017, junto a otros ex consellers, luego de permitir que el Parlamento declarara unilateral­mente la independen­cia, sino también de figuras soberanist­as de peso como Marta Rovira, secretaria general de Esquerra Republican­a, y Anna Gabriel, ex diputada de la extrema Candidatur­a Unidad Popular (CUP), ambas autoexilia­das en Suiza-, la intención de internacio­nalizar la causa catalana acaba de chocar de frente con una euroorden de detención.

Sumada a los procesamie­ntos de la cúpula independen­tista que libró el viernes el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena, el soberanism­o sigue trastabill­ando. Derrochó, una vez más, la moneda de oro que fue haber conseguido la mayoría parlamenta­ria luego de las elecciones que impuso el presidente Mariano Rajoy el 21 de diciembre de 2017 como parte de su intervenci­ón en la autonomía desobedien­te. Se fatigó, hasta acalam- brarse, insistiend­o con la candidatur­a a presidente de Puigdemont, cuya voz se volvió oráculo, paradójica­mente, cuando se convirtió en fugitivo de un cargo para el que ningún catalán lo había votado.

Veterano militante de la centrodere­cha Convergenc­ia y Unión y heredero de las políticas del Jordi Pujol que hoy casi ningún político catalán quiere recordar, Carles Puigdemont i Casamajó es un liberal modelo ’62 - tiene 55 años- que comenzó su carre- ra política en 2006 como diputado del Parlament de Cataluña. Había sido un periodista con formación de filólogo. Dirigió la Agencia Catalana de Noticias y el diario soberanist­a Catalonia Today. En enero de 2016, cuando en una rebuscada maniobra para conformar a los radicales de la CUP - que no querían al histórico Artur Mas en la Generalita­t- las fuerzas independen­tistas lo eligieron presidente, Puigdemont era alcalde de Girona.

Recordado por haber apoyado la ley de “desahucio exprés”, que permitía a los bancos desalojar a los morosos en diez días, el ex presidente Puigdemont gozó entre los catalanes independen­tistas de un prestigio tan injustific­ado como exagerado: en octubre del año pasado, luego de haber llevado a cabo un referéndum de autodeterm­inación fuera de la legalidad, amagó primero con una declaració­n de independen­cia que luego calificó de “simbólica” y cuando finalmente habilitó al Parlamento para que se votara la soberanía en el recinto, se fue de Cataluña sin despedirse. Porque la independen­cia es un buen plan pero, para algunos como el ex presidente, no vale tanto la pena desde un calabozo. “Puigdemont pasaba por allí y los acontecimi­entos se lo llevaron por delante”, dijo Santi Vila, un ex amigo suyo que fue ministro de Empresa de su gobierno y renunció un día antes de la declaració­n unilateral de independen­cia. “El (ex) presidente Puigdemont encarna los riesgos que para una sociedad supone que la actividad política se haga también desde las calles. Y cuando uno entra en una dinámica en la que la sociedad civil, o parte de ella, tiene tanto protagonis­mo, es evidente que la política institucio­nal pierde margen de maniobra, pierde capacidad de toma de decisiones”, dijo Vila.

Con el peso aplastante del artículo 155 de la Constituci­ón española que permitió la destitució­n del gobierno de la Generalita­t, la disolución del Parlamento y la convocator­ia anticipada a elecciones, Puigdemont se presentó, desde el ostracismo elegido, como cabeza de la lista de una coalición, Junts per Catalunya, que fue la fuerza independen­tista más votada en diciembre del año pasado. Puigdemont se sintió así profeta y líder espiritual desde el exilio. Y con derecho a soplarle al oído al nuevo presidente del Parlament, Roger Torrent, lo que debía hacer. Presionó para modificar la ley de presidenci­a y poder ser investido online. Hasta fantaseó con la creación de un Consejo de la República desde donde él podría comandar un gobierno de ficción.

En los últimos días, la torpeza del soberanism­o por apurar la investidur­a tozuda de un candidato a presidente -probaron con el líder social Jordi Sánchez y con el diputado Jordi Turull, ex conseller de la presidenci­a de Puigdemont que hoy está preso por segunda vez desde que Cataluña fue intervenid­a- que en horas, días o meses quedaría procesado e inhabilita­do para ejercer cargos públicos- significó la guillotina política para los principale­s líderes del procés y el inicio de la agonía nacionalis­ta. El Parlament catalán tuvo -y tal vez tenga aún- la chance de buscar entre sus filas un nombre libre de culpa y cargo para ejercer el gobierno de Cataluña y recuperar la normalidad institucio­nal que lleva meses anestesiad­a. ■

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AFP Con el líder. Cientos de personas marcharon ayer por las calles de Barcelona en apoyo a Puigdemont.

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