Ante los guardianes del canon
El sistema de la literatura –y del arte, de manera más general- tiene que cambiar porque la mayoría de los lectores son hoy lectoras y también son mayoría, o casi, quienes la escriben. Es esta una constatación estadística y sin brillo crítico. Mario Vargas Llosa no ha afirmado exactamente que el feminismo, con sus imperativos no tan nuevos, perjudique a la literatura, pero ha asumido con énfasis el papel de guardián de un canon que históricamente funcionó a la manera de un coto, basado en la exclusión de género. El escritor atribuye al feminismo un supuesto malestar que empañaría la comunicación entre los autores y su audiencia. Y esto es verdad; el malestar es profundo. Maximalista en sus pesimismos, el premio Nobel suele fundamentar sus razonamientos en el ejemplo más apocalíptico a mano, y al citar a las posiciones fundamentalistas, desbanca de un plumazo un reclamo que lleva siglos. ¿Cuántas feministas proponen el destierro de Pablo Neruda fuera del Parnaso literario, las suficientes para amenazarlo siquiera?
Pese a todos nuestros bustos y estatuas, el canon está escrito en mármol pero no en hierro. Muta, se adapta a los gustos y a la filosofía de los tiempos, sufre presiones por la inclusión. ¿Acaso él saludaba el genio de Blanca Varela en su juventud, cuando el boom era la literatura rampante que conquistaba el mundo? No; pero sí lo hizo con generosidad hace unos años, a la muerte de la gran poeta peruana. En otras palabras, su canon también se ha abierto.
Si decíamos, con deliberada inocencia, que el mundo tiene que cambiar, es porque ya cambió hace tiempo. A menos que Vargas Llosa crea honradamente en el fin de la historia, sabe que las lecturas, los motivos de consagración y los altos panteones no están exentos de la fluctuación. Deben adaptarse para sobrevivir y seguir nterpelando. Ni siquiera los grandes genios están blindados contra la corrosión del tiempo. Vargas Llosa sabe bien que Cervantes fue olvidado durante siglos, hasta que fue “rehabilitado” por la admiración del modesto irlandés Laurence Sterne en su Tristam Shandy. Nos consta que Vargas Llosa lo ha leído (y visto) todo, por eso uno esperaría en él una curiosidad más viva por el presente. A él le consta que lo que ha corroído la literatura no son las fuerzas uniformadoras del feminismo, ni de la crítica académica feminista –esa que obsesionaba a Harold Bloom hasta la caricatura-, sino la superproducción y edición supernumeraria, la inflación de la mala literatura a través de las redes sociales, las competencias declinantes en los públicos. Es el mercado, entonces: la libertad nada tiene que ver con esto.