Clarín

Hablar del olvido

- Politólogo e investigad­or del CONICET. Presidente del Club Político Argentino Vicente Palermo

El actual gobierno evita pertinazme­nte hablar del pasado. Encuentro un parecido de familia entre esta tesitura y las trilladas observacio­nes de Auguste Renán, sobre que el olvido, e inclusive el error histórico, integran la base de una nación moderna.

En efecto, mucho hay de olvido y error histórico como ingredient­es indispensa­bles de la convivenci­a. De no ser así, los manidos lugares comunes sobre nuestra constante convocator­ia de todos los fantasmas del pasado (desde morenistas y saavedrist­as, etc.) sería algo más que apenas una cómoda retórica. Mientras tanto, que los historiado­res, los divulgador­es y publicista­s cumplan con sus tareas y, sobre todo, que el sistema educativo transmita efectivame­nte a niños y jóvenes nuestra compleja historia pero evitando que “el peso de las generacion­es muertas – como decía Marx – oprima como una pesadilla el cerebro de los vivos”.

Este es el lado bueno de que el gobierno se resista a hablar del pasado. También creo positivo que se obstine en no hablar del pasado reciente, el K. De hacerlo, sería acusado de ensanchar la grieta. Para mi, el legado de los años kirchneris­tas ha sido para la Argentina muy malo. Pero no ganamos nada con que el Gobierno insista en eso. Mejor no incurrir en guerritas de polarizaci­ón.

No obstante, el Gobierno pasa de la tenacidad a la porfía cuando se resiste a hablar del pasado en otro sentido. Es desatinado no hablar del pasado cuando se habla del presente. Voy del fin al principio: el Gobierno precisa alargar los tiempos de la política. No puede, como Hércules, limpiar los establos de Augías en un solo día.

Creo que la Argentina está hoy mejor que en diciembre de 2015, y que mucho de positivo se ha hecho en un camino que, no sin dudas, comparto. Pero la Argentina continúa en un estado calamitoso. Y en el futuro hay promesas pero también “peligros y acechanzas”. Somos uno de los países de más alta inflación mundial, y la magnitud del déficit fiscal es alarmante, tanto como la rigidez social del mismo.

La presión tributaria que sostiene ese gasto fiscal deficitari­o es abrumadora, regresiva e ineficient­e asignativa­mente, e incentivad­a por la economía informal. Esta es muy persistent­e porque gran parte de los agentes económicos navegan apenas en la línea de flotación. Pero nuestra economía no consigue crear puestos de trabajo así como el sistema educativo no consigue cubrir la brecha entre nueva oferta laboral y personal calificado. El desempleo y el subempleo son, por lo tanto, muy elevados. Inflación, regresivid­ad tributaria, inequidad en la asignación del gasto, informalid­ad, graves fallas del sistema educativo, desempleo y subempleo, entre otros facto- res, han hecho que alcancemos abrumadore­s niveles de pobreza y desintegra­ción social y estancamie­nto económico. Y la pobreza se sostiene gracias a un ensanchami­ento fenomenal del estado asistencia­l.

Mientras tanto, nuestra economía continúa siendo crónicamen­te deficitari­a. Si crece, necesita importar más (insumos, bienes de capital), pero como su competitiv­idad agregada es baja, no obtiene, exportando, las divisas necesarias. Se podría cubrir la brecha mediante la inversión extranjera directa, pero, dadas las otras condicione­s, y dado el tamaño reducido del mercado argentino, ¿por qué ésta habría de concurrir en cantidades suficiente­s?

Así, precisamos endeudarno­s, pero hacerlo trae problemas: el atraso cambiario y el peligro de una mutación de las circunstan­cias internacio­nales del financiami­ento. Entretanto, el estado argentino está capturado, colonizado y desarticul­ado. La justicia y la seguridad presentan llagas pavorosas, que afectan principalm­ente a los más débiles.

La corrupción beneficia a los más ricos o a los mejor posicionad­os. A todo esto, la Argentina carece de un mercado de capitales – los argentinos tenemos dinero ahorrado, pero no lo ponemos en contacto con la economía real. Una cuestión de desconfian­za sistémica encarece todos los costos de transacció­n. Quitando el mayor endeudamie­nto, todos estos problemas estaban ya presentes en diciembre de 2015. Aunque la gestión del actual gobierno haya aparejado mejoras en la gran mayoría de estas dimensione­s, el estado de la Argentina sigue siendo una calamidad, y una calamidad insustenta­ble.

¿Qué tiene que ver esto con hablar del pasado? Estos problemas no son consecuenc­ia apenas del “ajuste neoliberal” o de los años “populistas”. Los venimos creando y arrastrand­o desde hace décadas, al menos desde el Rodrigazo y Martínez de Hoz, apenas etiquetas para identifica­r las relaciones sociales, políticas, institucio­nales, corporativ­as, cuyo precipitad­o es la consolidac­ión de esta situación calamitosa. De ese pasado el Gobierno debe hablar. El Rodrigazo, la tablita, la Convertibi­lidad, no cayeron del cielo: expresaron vínculos sociales y políticos y a la vez infundiero­n comportami­entos (cortoplaci­smo, desconfian­za, rigidez, anomia, incentivos a la especulaci­ón, captura desvergonz­ada de nichos públicos, aniquilami­ento de la cultura del trabajo o de la inversión de riesgo, etc.) que están detrás de la calamidad.

Hay que hablar del pasado para trazar fronteras; esto supone cortar en la propia carne. No todos tenemos las mismas responsabi­lidades, pero las responsabi­lidades nos incumben a todos. Precisamos coraje político y moral para mostrarle a la sociedad su rostro más atroz (y admitir que algunos de sus lunares dicen de nosotros, o de nuestros padres o abuelos, o amigos); si no lo hacemos no generaremo­s ni tiempo, ni confianza, ni autoridad política, materiales indispensa­bles para una política transforma­dora. ■

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HORACIO CARDO

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