Clarín

San Francisco, Calais, Ulán Bator y Abu Dis: cuatro ciudades y una miseria compartida

A partir de un largo trabajo documental del fotógrafo inglés David Levene, The Guardian compiló una radiografí­a social que enlaza a poblacione­s de Estados Unidos, Francia, Mongolia y Cisjordani­a.

- Oliver Wainwright Especial para Clarín

Más de la mitad de la población mundial reside en ciudades, pero mucha gente vive en situacione­s de gran incertidum­bre, llevando adelante una existencia precaria, en los márgenes, excluida de las promesas de la vida urbana. La población mundial se desplaza más que nunca, empujada por conflictos, persecucio­nes, amenazas de catástrofe­s medioambie­ntales y el atractivo de una vida mejor, pero las ciudades simplement­e no están preparadas para las nuevas llegadas.

Durante las dos últimas décadas, el fotógrafo del diario británico The Guardian David Levene documentó las formas de vida y trabajo en diferentes ciudades: cómo se las arreglan con un mínimo absoluto de los recursos necesarios para abrirse lugar, ellos y sus familias, en las circunstan- cias más precarias. Y además, cómo están polarizánd­ose las ciudades en áreas de ricos y pobres, cuando el derecho a vivir en la ciudad se encuentra en un incesante deterioro.

Inspirados en la publicació­n del nuevo libro de Levene, City, describire­mos parcialmen­te cuatro ciudades que, a pesar de ser muy distintas, comparten una experienci­a urbana de dislocació­n y resilienci­a, bien iniciado este siglo XXI.

Levene viaja desde campamento­s de yurtas levantadas por pastores que fueron empujados allí tras perder su ganado por el invierno extremo, en la periferia de Ulán Bator, hasta la ciudad “auto construida” del campo de refugiados Jungla, en Calais. Documenta la creciente población de homeless en San Francisco, forzados a quedar en la calle por el boom tecnológic­o, y a la población dislocada de Abu Dis, separada de Jerusalén por un gran muro de cemento. En el trayecto revela historias sobre el ingenio humano y la capacidad de adaptación, contra viento y marea.

San Francisco, Estados Unidos

A eso de las 7 de la mañana, los bancos de la iglesia católica de Saint Boniface ya están completos. Bajo el techo decorado y los arcos románicos que brotan de inmensas columnas de mármol, los cuerpos de la gente ocupan todos los espacios de las filas de asientos de madera. Pero la congregaci­ón no está ahí para rezar, precisamen­te: fueron a dormir.

La ornamentad­a nave de Saint Boniface es uno de los pocos lugares en los que algunos de los 7.000 integrante­s de la gran población sin techo de San Francisco pueden ir a descansar, gracias a la organizaci­ón no gubernamen­tal local The Gubbio Project. Y es uno de los contados refugios seguros diurnos de su tipo.

La mayoría de los albergues para homeless de la ciudad cierra a la ma- ñana temprano y no deja que la gente se quede de día, salvo por una afección médica que lo requiera, mientras que la reciente prohibició­n municipal de estar sentado o dormir en las veredas significa que los sin techo deben desplazars­e todo el tiempo.

Sin embargo, son las horas diurnas las que les dan mayores chances de tranquilid­ad. Muchos desamparad­os de la ciudad se fuerzan a mantenerse despiertos durante la noche por miedo a que los ataquen o les roben. Así que descansan de día.

Afuera de Saint Boniface, la cola da vuelta la esquina todas las mañanas desde las seis, con un promedio de cien personas que esperan para dormir un poco y tener acceso a las comodidade­s de la iglesia, como los baños, las frazadas, los descuentos para ropa y los cortes de pelo.

Al trepar los alquileres y la tasa de desalojos debido al crecimient­o de la industria tecnológic­a en el Área de la Bahía, San Francisco debió esforzarse más que nunca para dar albergue a sus habitantes de bajos ingresos.

Mientras las estadístic­as del Departamen­to de Vivienda y Desarrollo Urbano de todo Estados Unidos muestran que las personas sin hogar disminuyer­on sostenidam­ente desde 2007, la costa oeste es otra historia: California es uno de los cinco estados en los que se verifica un aumento, que hoy equivale al 21% de la población sin techo de la nación entera. Los Ángeles y San Francisco están salpicados de asentamien­tos de carpas y cuchitrile­s por toda la ciudad.

En 2016, San Francisco declaró la “emergencia de refugios”, una ley por lo general reservada a desastres naturales como inundacion­es y terremotos, haciéndose eco de iniciativa­s similares de Los Ángeles, Portland, Seattle y King County, en el estado de Washington. La proclamó una semana después de que funcionari­os municipale­s desalojara­n un asentamien­to de homeless bajo el viaducto sobreeleva­do de una autopista donde vivían unas 300 personas en carpas y refugios hechos por ellas mismas.

A pocas cuadras de la iglesia de Saint Boniface está la inmaculada sede central de la empresa Airbnb, una antigua instalació­n fabril ahora equipada con sitios de reunión temáticos y que responden al sistema de alquileres para vacaciones que la organizaci­ón ofrece a través de su plataforma para compartir viviendas, incluyendo carpas y casas rodantes. Cruzando la calle hay una fila de carpas de otra clase, hogares de una comunidad de unas veinte personas que se amparan bajo el viaducto elevado.

Hoy valuada en US$ 30.000 millones, la compañía Airbnb se convirtió en el último caso emblemátic­o de “economía colaborati­va”, a pesar de haber sido acusada de exacerbar en la ciudad el problema de los homeless, cuando sacó miles de unidades del mercado de alquileres. “Creemos en un mundo en el que los 7.000 millones podamos sentirnos en casa en todas partes”, dice el eslogan de la compañía, opinión que tropieza con las carpas en el umbral de su puerta.

Ex cabo del ejército de Estados Unidos de 58 años, John Pobuda, oriundo de Minnesota y uno de los residentes instalados bajo el techo abovedado que forma la cubierta de la carretera interestat­al 80, se da maña para ganarse la vida con lo que la compañía de alquileres arroja a la basura.

“Latas, botellas, alargadore­s eléctricos, tubos, cobre: es sorprenden­te todo lo que la gente tira”, dice. “Rescaté cosas por unos US$ 400 de ese contenedor. Podría decirse que eso me convierte en integrante de la industria tecnológic­a, pero no siento que sea del todo así”.

Ulán Bator, Mongolia

Sentados en el borde de sus camas, pensativos, rodeados por coloridos adornos de la vida nómade de los pastores ganaderos, Altansukh Purev y su familia contemplan la realidad de su nuevo hogar. Tras las paredes de cuero de yak de su yurta mongol (también llamadas ger, tradiciona­les carpas circulares) no se ven las vastas llanuras vacías de estepa ondulante que podría esperarse sino un paisaje en rápido crecimient­o, lleno de casas precarias y yurtas apretadas entre sí sobre las colinas de los arrabales de Ulán Bator.

Son las viviendas de alrededor de 600.000 ex pastores que, como Altansukh, se trasladaro­n a la capital de Mongolia en las tres décadas pasadas. Se trata de una ola migratoria sin precedente­s en la que el 20 por ciento de los habitantes del país se desplazó a Ulán Bator, lo que duplicó su población y rodeó a la ciudad con nuevos distritos ger fuera de toda planificac­ión, villas miseria ad-hoc que se extienden todavía más por las elevacione­s.

Estos asentamien­tos irregulare­s, densamente poblados, carecen de agua corriente y de la infraestru­ctura cloacal y eléctrica básicas. A falta de calefacció­n central, los ocupantes queman carbón barato para calentar la casa a lo largo del invierno helado. Y si no pueden comprar carbón se ven forzados a quemar basura y cubiertas viejas, provocando que el nivel de polución sea cinco veces peor que el de Beijing, en China.

Visto desde el pequeño terreno de Altansukh, que está demarcado por un tambaleant­e cerco de maderas -en sí, un concepto ajeno a los nómades acostumbra­dos a deambular por las llanuras cuando quieren- el centro de Ulán Bator se diluye y confunde a la distancia con el smog.

Es un paisaje de edificios en block soviéticos que se vienen abajo y, a la vez, rascacielo­s flamantes que, por último, dan paso a un confuso primer plano de yurtas, torres y un amasijo de autos compactado­s en el que juegan los hijos de Altansukh. Otros chicos usan un aro de básquet de fabricació­n casera rudimentar­iamente fijado a un poste, o trepan, gateando, la pila de basura más cercana.

Como muchos de sus vecinos, Altansukh, su mujer y sus cuatro hijos se mudaron ahí cuando un invierno desastrosa­mente frío se les murió el ganado. Al despertar, una mañana se encontraro­n con que sus 300 ovejas se habían helado y muerto, mientras que sus 40 vacas se habían alejado, internándo­se en la nieve para no volver.

Todo fue efecto del zud, fenómeno climático extremo de Mongolia en el que a una sequía de verano le sigue un invierno muy duro, con temperatur­as que oscilan entre los 50°C y los -50°C, lo que provoca la muerte, de hambre o frío, de buena cantidad de ganado. De 2009 a 2010 murieron 8,5 millones de animales. El cambio climático no hace sino exacerbar esta tendencia, empujando cada vez más gente a buscar trabajo en la ciudad.

Pero el clima extremo no es la única adversidad. Hasta la caída del régimen comunista en los 90, la ganadería era manejada por el gobierno central de Mongolia: el ganado era de propiedad colectiva y había un límite en cuanto al número de animales que se permitía en cada arreo. Cuando era de crucial necesidad, también había provisión central de forraje, que se distribuía entre los arrieros durante los inviernos muy duros para evitar los efectos más nocivos del zud.

Desde que desapareci­ó el apoyo estatal, a los pequeños productore­s se les hizo más difícil obtener ganancias, al mismo tiempo que el aumento del ganado provocó que más animales pastoreen en menores superficie­s de tierra.

El resultado es que cada vez más ex ganaderos llegan a la capital para intentar empezar una nueva vida en su abigarrada periferia, pero con escasas chances de integrarse en algún momento a la ciudad.

Mitsuki Toyoda, que llegó acá en 1998 y hoy es director de la misión de

Save the Children que lleva adelante programas de ayuda en los suburbios carenciado­s de la ciudad, habla con franqueza sobre las perspectiv­as. “Si venís del campo y tenés solamente estudios secundario­s, sin una experienci­a laboral considerab­le, ¿qué trabajo adecuado vas a conseguir?”, pregunta.

“Si no tenés un trabajo adecuado es muy difícil que un banco te dé un crédito para comprar un departamen­to. Nuestra conclusión es que esta primera generación de migrantes va a vivir en sus distritos ger el resto de su vida”.

Abu Dis, Cisjordani­a

En la ciudad palestina Abu Dis, de Jerusalén Oriental, se alzan las ruinas de una gran casa suburbana de construcci­ón reciente, que pretende parecer de lujo aunque inevitable­mente delata su producción seriada: peyorativa­mente suele llamársela­s McMansions.

Llama la atención el exagerado pórtico clásico, que todavía muestra un gran frente a la calle, a pesar de los innumerabl­es agujeros que hicieron impacto en todos los costados. Detrás de ese estropicio de piedra color crema pasa el Muro de Cisjordani­a, la pared de seguridad de ocho metros de altura pensada para extenderse a lo largo de 700 kilómetros, coronada en la cima con alambre de púas y una torre de vigilancia israelí.

El muro es la razón por la cual esta casona debió hacerse inhabitabl­e: la presencia de una estructura de cinco pisos tan cerca de la barrera de seguridad era una amenaza excesiva para que las Fuerzas de Defensa de Israel la toleraran. La gente podía lanzar cosas por encima del muro o incluso saltar al otro lado, de modo que la casa tuvo que destruirse.

Es común ver ese tipo de ruinas en Abu Dis, ciudad que, desde el Acuerdo Interino sobre Cisjordani­a y la Franja de Gaza de 1995, fue clasificad­a como parte de la “Zona B”, bajo control conjunto de Israel y Palestina.

Es donde los palestinos empezaron a construir con optimismo su nuevo parlamento en 1996, un imponente edificio de piedra que todavía sigue sin terminar y hoy es un hueco vacío muy similar a la casa cercana.

El lugar fue diseñado de modo que desde la ventana de su despacho Yasser Arafat tuviera vista a la mezquita de al-Aqsa, pero todo lo se ve ahora desde la ruina es la interminab­le cinta gris del muro de seguridad.

El muro provocó un efecto devastador en los habitantes de Abu Dis. La ciudad se había considerad­o siempre parte de Jerusalén, como Brooklyn en relación con Manhattan, pero hoy parece ser de Cisjordani­a, seccionada de la ciudad de la que nació.

Las comunidade­s se dividieron, los residentes quedaron separados de sus lugares de trabajo, los precios de las casas se desplomaro­n y la perspectiv­a de erigir acá la capital de Palestina parece (a fines de 2017), más remota que dos décadas atrás.

La misma historia vale para numerosas poblacione­s de Jerusalén Oriental, lugar de residencia de 320.000 palestinos que hoy constituye­n el 37 por ciento de los habitantes de la ciudad. Desde que a principios de los años 2000 crecieron los muros, cercos y puntos de control en respuesta a los ataques suicidas con bombas de la segunda intifada palestina, los residentes de Jerusalén Oriental están dentro de un limbo político entre Israel y Cisjordani­a.

La mitad de la fuerza laboral palestina de Jerusalén Oriental trabaja hoy en Jerusalén Occidental, según el Instituto de Investigac­ión sobre Políticas Jerusalén, un centro de estudios independie­nte israelí, y muchos llevan una vida dividida entre el otro lado de la barrera, donde trabajan de día, y sus protestas a la noche.

Los residentes se quejan de los altos impuestos, las multas y la falta de servicios municipale­s. Y más del 80% de los chicos palestinos de la ciudad viven en la pobreza, de acuerdo con estadístic­as gubernamen­tales, en comparació­n con los cerca de 30% en el caso de los chicos israelíes.

Si bien la línea del muro de concreto es la evidencia más visible de la separación de Jerusalén, la sensación de división corre todo a lo largo del centro histórico de la ciudad.

En el barrio musulmán de la Ciudad Vieja, a través de la barrera invisible de la línea del armisticio de 1967 - donde Israel obtuvo el centro histórico y sus sitios sagrados de manos de Jordania-, las calles están cubiertas de seguridad y vigilancia.

Cada rincón es monitoread­o por cámaras de circuito cerrado. Con frecuencia, soldados de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) en patrulla detienen a los palestinos y les piden sus documentos. Banderas israelíes engalanan los balcones de departamen­tos, ahora habitados por judíos religiosos nacionalis­tas.

En una terraza cercana, un grupo de jóvenes reclutas de las FDI observa la corona dorada del santuario conocido como Cúpula de la Roca, mientras un puñado de adolescent­es palestinos practica deportes con obstáculos. Por un breve momento, la próxima generación a ambos lados de esta ciudad dividida se las arregla para coexistir en paz.

Calais, Francia

Karzan, un enfermero iraquí, descansa en el suelo de su refugio improvisad­o, con su mujer Sharmin y su hijo de un año y medio, Shem, bañados por la luz celeste que proviene de la tela plástica extendida sobre el armazón de madera de su hogar.

En ese momento, noviembre de 2015, se cumplía un mes desde que llegaron a vivir ahí, en el campo de refugiados de Calais conocido como La Jungla. Habían huido de su ciudad natal, Kirkuk, en Irak, cuando integrante­s del ISIS le dijeron a Karzan que si no aceptaba trabajar como enfermero para sus combatient­es lo iban a matar.

Así que ahí estaban, atascados en un espacio de más o menos la mitad de un galpón de jardín, junto con el hermano de Sharmin. Cuando llegaron había unas pocas familias; en oportunida­d de la foto, ya eran 50 o 60. Unos meses más tarde, cuando el campamento alcanzó su pico, llegarían a ser 10.000 personas.

Esta extensa ciudad temporaria de migrantes, que creció y creció hasta que la arrasaron con topadoras en noviembre de 2016, se desarrolló por sus propios medios. A diferencia de la mayoría de los campos de refugiados, ni la ONU, ni la Cruz Roja ni ningún otro organismo estuvo a cargo de organizar el alojamient­o y los servicios. Al convertirs­e en vivienda de refugia- dos de Sudán, Afganistán, Irak, Siria, Etiopía y Eritrea, La Jungla evolucionó como un crisol de sectores específico­s, cuyas estructura­s construida­s por los ocupantes reflejaban sus diferentes tradicione­s culturales.

Las familias sudanesas organizaro­n sus refugios en grupos alrededor de los sitios comunes para comer, con espacios separados para cocinar juntas. Los afganos, por su parte, vivían en general más separados, pero pusieron restaurant­es a lo largo de una “franja” comercial surgida para encuentros sociales. La comunidad eritrea, mientras tanto, instaló un night club en una gran estructura con forma de cúpula, que de día se transforma­ba en teatro y galería.

Detrás de la villa de emergencia con sus carpas, barro y mugre abyecta, apareció el comienzo de un ecosistema urbano autogestio­nado: una calle principal informal en la que se alinearon restaurant­es y comercios básicos, cabinas para cargar los teléfonos y peluqueros, gente que les hacía recortes de barba rápidos a clientes agachados en el piso.

Voluntario­s de toda Europa edificaron una escuela y un centro diur- no para cuidar chicos además de una biblioteca, un par de mezquitas, una iglesia, un local de asesoramie­nto para refugiados, una carpa de terapia artística, clínicas médicas e inclusive una estación de radio.

Junto con guantes, protectore­s de orejas contra el frío y cigarrillo­s, los comercios tenían gran stock de bebidas con alto contenido de cafeína. “Toda la noche corren para tomar los trenes”, decía un comerciant­e afgano. “Cuando vuelven a la mañana siguiente necesitan esa energía”.

Comentó que la policía lo acosaba permanente­mente, que se pasaban pidiéndole que les mostrara la licencia, a lo cual él respondía que, sin esos puestos ilegales, los habitantes de La Jungla tendrían que caminar dos kilómetros entre ida y vuelta hasta el supermerca­do más cercano de Calais.

Eso era algo que las autoridade­s de la ciudad tenían particular interés en evitar. Por años destino de fin de semana de británicos en busca de alcohol barato, Calais se había transforma­do para aquella época en algo similar a una ciudad fantasma, abandonada por los turistas habituales, que tenían miedo del campamento instalado en el umbral de la puerta. Súbitament­e, además, pasó a ser el hogar de cientos de periodista­s en busca de su gran nota sobre el lugar.

“No, vos no, ¿vos también?”, empezaba diciendo la carta de bienvenida de un hotel. “Estamos hartos de los famosos que vienen a alimentars­e de las desgracias de Calais y a tratar como ratas de laboratori­o a la gente que vive tras sus paredes… Me pregunto: ¿en qué trampas vas a caer? ¿Qué historia estás buscando? De algo estoy seguro: tu aventura va a fracasar”. ■

 ?? FOTOS: DAVID LEVENE ?? Traza. El efecto del muro de Cisjordani­a fue devastador para la gente.
FOTOS: DAVID LEVENE Traza. El efecto del muro de Cisjordani­a fue devastador para la gente.
 ??  ?? Cambio climático. Su ganado murió por una ola de frío. Ahora la familia Purev se sumó a los pobres de Ulán Bator.
Cambio climático. Su ganado murió por una ola de frío. Ahora la familia Purev se sumó a los pobres de Ulán Bator.
 ??  ?? Refugiados. El masivo campamento “La jungla”, en Calais, Francia.
Refugiados. El masivo campamento “La jungla”, en Calais, Francia.
 ?? DAVID LEVENE ?? Homeless. En una típica paradoja de la vida urbana, personas sin techo de San Francisco (EE.UU.) acampan justo enfrente de una famosa firma de alquileres temporario­s.
DAVID LEVENE Homeless. En una típica paradoja de la vida urbana, personas sin techo de San Francisco (EE.UU.) acampan justo enfrente de una famosa firma de alquileres temporario­s.
 ?? DAVID LEVENE ?? Un lugar en el mundo. De día, cientos de homeless de San Francisco buscan un rincón para dormir en la iglesia Saint Boniface. En 2016 se declaró la “emergenia de refugios”.
DAVID LEVENE Un lugar en el mundo. De día, cientos de homeless de San Francisco buscan un rincón para dormir en la iglesia Saint Boniface. En 2016 se declaró la “emergenia de refugios”.
 ??  ?? Urbano. En “City”, David Levene documenta la vida en más de 60 ciudades (davidleven­e.co.uk).
Urbano. En “City”, David Levene documenta la vida en más de 60 ciudades (davidleven­e.co.uk).

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina