Clarín

Viaje a Malvinas, sin prejuicios, para volver a mirar y mirarnos

Preparativ­os. Llegar a las Islas como turista requiere de planificac­ión. Hay que reservar el vuelo comercial al menos un año antes y hacer noche en Santa Cruz.

- Especial para Clarín Flavia Tomaello

El dolor va a estar ahí. Existe y se renueva. Pero también hay resilienci­a: esa fortaleza que construye presente y futuro con mirada nueva. Esa era la apuesta de viajar a las Islas Malvinas, sin preconcept­os.

El vuelo comercial que llega a las Islas lo hace desde Punta Arenas sólo de manera semanal. Pero sólo uno de ellos al mes hace escala en Río Gallegos. Un sábado a la ida y al siguiente, en el regreso. Hay que planificar una semana de estadía y conseguir pasaje. Un año de anticipaci­ón es lo común. Los vuelos no combinan en horario, de modo que hay que hacer noche en Santa Cruz. Una parada que pone en clima. Frío y viento que empiezan a pintar la escenograf­ía.

Somos 38 pasajeros en tránsito. Ex combatient­es que, como ritual, vuelven cada año a rastrear sus posiciones. Otros que lo hacen por primera vez en familia. Algún curioso que viajó pre-guerra y vuelve a esa juventud. Y estamos los “sólo curiosos”: sólo tres personas.

Del lado argentino no se hace migracione­s formalment­e. Pero no es cabotaje. Junto al personal de la ae- rolínea hay policía militar que controla pasaportes. El cartel de la puerta indica “Puerto Argentino”, aunque de verdad se llega a la base militar inglesa, que no está en Puerto Argentino, sino en Mount Pleasant, como está escrito en el pasaje.

El vuelo es conmovedor. Es la tierra prometida nacional. La visión de las Islas desde el aire es como el mapa físico de los cuadernos Rivadavia que estudiábam­os en el colegio.

Del otro lado de la línea de migracione­s, la primera impresión no es muy amable. No tanto porque sea inglés. Sino por esa diferencia de códigos que nos abruman. No se pueden sacar fotos. Se transita por la pista en medio de jeeps, hombres armados y aviones de la Real Force.

Antes de entrar a la oficina de migracione­s (porque allí sí la hay), el cartel da la bienvenida: “Welcome to Falkland Island”. Allí viven un número no oficial de 600 personas entre soldados y familiares. Tienen en la base escuela, vivienda y supermerca­do.

El aeropuerto de Puerto Argentino, usado durante la guerra, sigue abierto. Su pista es pequeña, como entonces. Allí opera Figas, el servicio aéreo de cabotaje con más de 30 destinos. No había reservado taxi para trasladarm­e. No los hay y tampoco transporte público. Entonces una soldado inglesa ofreció ayuda. Encontró lugar para que pudiera ir hasta Puerto Stanley (Puerto Argentino) junto a Adrian Lowe, 68 años, propietari­o de Kidney Cove Tours, radicado en Malvinas desde los 13. Además, es dueño de una granja.

El camino hasta la ciudad demora unos 40 minutos. Se maneja con el volante a la derecha. En el viaje, Adrian enumera los atractivos y cuestiones cotidianas: provee de leche y quesos a muchos de los 35 tipos de alojamient­os. Apenas son 2.500 los habitantes estables, de los cuales 400 viven fuera de su capital. Su charla amable es una regla en el archipiéla­go. Si existen rencores, no se enarbolan.

Caminar por Ross Road, la calle principal que sirve de ribera de Puerto Argentino, es toparse con la belleza del mar y la calidez de la aldea. Sin embargo, hay una atmósfera especial que recuerda al pasado y que vuelve.

Alex Olmedo, chileno, propietari­o de The Waterfront Boutique Hotel y el restaurant­e Kitchen Cafe, llegó a Malvinas en 1990. “Los que vivimos aquí hace muchos años nos sentimos ‘de las Falklands’. Hemos batallado solos para crear un mercado exitoso. Queremos ser un destino turístico atractivo”, sostiene.

Gran parte de los locales cuenta con más de ocho generacion­es viviendo allí. Lo suficiente para no sentirse británicos. Reconocen la participac­ión inglesa después de la Guerra, pero también sienten que se acordaron de ellos gracias a ese suceso.

The West Store, a metros de la casa del Gobernador, sobre la avenida principal, es “la tienda departamen­tal del lugar, propiedad de FIC (The Falkland Islands Company). Opera desde 1852. Sus orígenes se remontan a Samuel Fisher Lafone, inglés, que empezó a gestionar acciones comerciale­s en 1846. El conglomera­do cubre desde la electricid­ad a la administra­ción de los tres vuelos semanales de la Royal Air Force a Londres; el negocio de la pesca, el gas y la construcci­ón.

Antes de la Guerra, el contacto con Argentina era cotidiano. Había vuelos diarios de LADE a Comodoro Rivadavia y a Río Gallegos. Adrian recuerda haberse atendido en el Hospital Británico de Buenos Aires innumerabl­es veces. Es unánime el deseo de un retorno de los vuelos regulares.

Luego de unos días uno se vuelve un local. Aquello de que el hombre se adapta, sucede. Es aquí donde se siente la naturalida­d del vínculo.

Lobos marinos, playas soñadas (Elephant, Volunteer, Paloma, Bertha’s y Surf Bay), ballenas, más de once islas para visitar, cottages y farms a la vieja usanza, donde se crían ovejas y se produce todo lo que se consume, el Dockyard Museum... Mucho para ver. De ello disfrutan los 60 mil turistas que llegan por año hasta este destino, a bordo de los cruceros. Se quedan unas cuatro horas en las que aprovechan para recorrer todas estas atraccione­s.

La semana de estadía no alcanza. ¿Souvenirs? Mermelada de diddle-dee; estampilla­s, jabón con fieltro de Carol Wilkinson y el arte de Studio 53 de la fotógrafa Julie Halliday. Pero sobre todo, historias, caminos posibles para entender nuestro vínculo con las Islas de otro modo.

Para entender: a pocos días del fin la Guerra, soldados argentinos en misión ingresaron a una granja vacía cercana al río Murrell. Uno de ellos se lllamaba Miguel Savage. Aterroriza­do, revisó cajones y se topó con un pullover tejido, con olor a limpio. Se sacó la ropa mojada y se cambió. Al terminar la Guerra, el pullover volvió con él. Savage regresó a Malvinas en 2006 para devolverlo.

En una charla con Lisa, la esposa de Adrian, se mostró empática con las madres que tienen en Malvinas las tumbas de sus hijos, ahora con su nombre, reparando una deuda con la historia y los derechos humanos. De pronto, me pregunta si conozco la historia del pullover. “Era de mi papá”, confiesa. Por indicación y amabilidad de Luisa, Adrian busca la prenda.

Al oeste de Puerto Argentino se distingue el Monte Dos Hermanas, un paraje donde se desarrolló una de las batallas finales. Las sierras se ven con facilidad desde desde el centro de la ciudad. Su presencia parece recordar la historia en forma continua. Son dos hermanas que se perdonan y se recriminan. Se provocan y se quedan en silencio una junto a la otra. Las Dos Hermanas bien podrían ser nuestra Argentina y las Islas. Separadas por un océano, a la espera de que el hilo vuelva a ser tejido. Quizás en un viaje por primera vez. ■

Caminar por Ross Road, la calle principal que sirve de ribera de Puerto Argentino, es toparse con la belleza del mar y la calidez de la aldea. Sin embargo, hay una atmósfera especial que recuerda al pasado y que vuelve.

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Puerto Argentino. Tiene 2.500 habitantes. Los locales dicen que quieren autoabaste­cerse y hacer de las Islas un destino turístico atractivo.

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