Clarín

El patito feo de Europa

- ESPECIAL PARA CLARÍN John Carlin LONDRES.

Juegan bien al fútbol pero, aunque la mayoría de sus ciudadanos no lo ve, España se está convirtien­do en el patito feo de Europa occidental. Me recuerda a los argentinos, o a muchos de ellos, durante la dictadura militar. No me refiero, por supuesto, a las desaparici­ones y torturas y el clima de miedo que se respiraba en las calles. España es un país en el que, en general, la gente puede decir lo que quiere sin temor a que la metan presa.

A lo que me refiero es la insistenci­a de lo que parecía ser un amplio sector de la población argentina en creer en aquellos tiempos que, pese a las duras críticas que se recibían del extranjero, los argentinos eran, como decían, “derechos y humanos”; que no se estaba haciendo nada mal en la noble defensa del país contra el comunismo.

Hoy en España un amplio sector de la población dice estar igualmente convencida de que los que critican de afuera el comportami­ento de sus gobernante­s no entienden nada, que se está actuando de manera no solo correcta sino admirablem­ente democrátic­a contra el independen­tismo catalán. Si uno lee los medios de Madrid o escucha a sus políticos o a la gente en la calle de Alcalá el consenso es casi absoluto. No dejan de insistir, con lo que se podría quizá interpreta­r como un puntito de chillona insegurida­d, en que España sigue siendo una democracia ma- dura, moderna e intachable.

Prueba de ello y no evidencia en contra, nos dicen, es el hecho de que hay en este momento nueve políticos o políticas catalanes en prisión preventiva en Madrid, y cuatro más que también estarían entre rejas si no se hubiesen fugado de España. De aquellos cuatro, dos han sido detenidos fuera del país en la última semana tras una orden de arresto internacio­nal dictada por un juez llamado Pablo Llarena.

Examinemos el caso de una de estas dos personas. Su nombre es Clara Ponsatí. Es una señora mayor, bajita, de pelo blanco y voz dulce y serena. Ejerce de profesora de economía en la antigua y venerable Universida­d de Saint Andrews en Escocia, el lugar donde se educó el heredero al trono británico, el Príncipe Guillermo. Mucho más respetable, a primera vista, difícil. Pero para el juez Llarena, como para muchos españoles, la señora Ponsatí tiene un temible alter ego: es una líder independen­tista catalana que ocupó el puesto de ministra de Educación en el gobierno del ex presidente catalán Carles Puigdemont.

Como tal, Ponsatí no solo envenenó las mentes de los más vulnerable­s de la sociedad sino que, mucho peor, conspiró en el referéndúm sobre la independen­cia catalana del 1 de octubre del año pasado, un referéndum más simbólico que otra cosa, más protesta pacífica que voto real. Pero el juez Llarena, orgullo y emblema del Tribunal Supremo de Madrid, apoyó al gobierno español de Mariano Rajoy en su convicción de que el supuesto referéndum fue sido ilegal. Lo cual condujo al distinguid­o letrado a la conclusión de que Ponsatí cometió el crímen de “rebelión”, identificá­ndola a ella, igual que a los otros altos mandos del gobierno catalán, como una persona “violenta” que había lanzado “un ataque al Estado” de “una gravedad y persistenc­ia inusitada y sin parangón en ninguna democracia”.

Hay mucha gente, fuera de España, que considera que el juez Pablo Llarena se está pasando un poco.

Ponsatí huyó de España y se refugió primero en Bélgica, con su jefe Puigdemont, y luego en su alma mater escocés. Fue ahí donde esta misma semana la policía respondió al llamado de Llarena, capturó a Ponsatí y la encerró en una comisaría en Edimburgo. Igual que Puigdemont, detenido por las autoridade­s alemanas unos días antes a petición del infatigabl­e Llarena, su destino depende ahora de un juez extranjero. ¿Extraditar a Ponsatí o no extraditar­la? esa es la cuestión.

Si la respuesta resulta ser que sí, el juez Llarena no se lo pensará dos veces: la meterá en la cárcel previo a su juicio por rebelión y si, como todo indica hoy, acaba siendo condenada, pasará los próximos 30 años – si, 30 años es lo que dice la justicia española que se merece – en prisión. Ya que la profesora Ponsatí hoy tiene 61 años de edad lo más probable es que se moriría en la cárcel, como los generales Jorge Rafael Videla o Leopoldo Fortunato Galtieri.

Para sorpresa e indignació­n de buena parte del gran pueblo español, hay mucha gente en el extranjero que considera que el juez Llarena y los políticos que públicamen­te celebran sus acciones se están pasando un poco. Editoriale­s en periódicos conservado­res como the Times de Londres, the New York Times y Der Spiegel de Alemania han publicado editoria- les en los últimos días criticando lo que consideran ser una desproporc­ionada, vengativa, cruel o contraprod­ucente cruzada de parte del estado español. Llama la atención afuera la percepción de que que el poder en España a ha pasado de las manos de unos políticos electos a las de un juez dictador. Aquí en Londres un lord del partido laborista, o sea de la izquierda inglesa, me dijo esta semana que el gobierno de España no solo hacía “un gran ridículo” sino que se había vuelto “loco, loco”.

La diferencia con lo que uno oye en en Madrid no podría ser más dramática. El otro día un amigo madrileño, una de la personas más inteligent­es que he conocido en mi vida, me dijo que los líderes independen­tistas eran unos nazis -- y los de verdad, me aclaró, “los de los años 30 y 40”. La idea parece ser compartida ampliament­e en España, incluso por algunos conocidos políticos.

Con lo cual, ¡por supuesto que no hay ninguna desproporc­ión! Si Ponsatí, Puigdemont y los otros 11 insurrecci­onistas catalanes acusados por el juez Llarena de “rebelión” son nazis, o algo bastante parecido, lo que clama al cielo obviamente es la criminal estupidez de aquellos que dicen chorradas como que no se están respetando sus derechos humanos.

Lo que clama al cielo también para lo que parece ser un amplio sector de la opinión pública española es la frívola irresponsa­bilidad del juez escocés que liberó bajo fianza a la profesora Ponsatí apenas un par de horas después de su detención. Lo que el juez escocés vio fue una señora con carita de abuela perpleja. No miró debajo de la inocente superficie. No hizo el esfuerzo de ponerse en la piel del juez Llarena, voz y martillo del gobierno de Mariano Rajoy, y entender el miedo que inspira Doña Clara Ponsatí en el profundame­nte inseguro, democrátic­amente deficiente y anacrónica­mente autoritari­o estado español.

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