Clarín

Sobrevivir no es para cualquiera

- Héctor García Blanco hgblanco@clarin.com

Corría el año 1934. El avión que transporta­ba al profesor Cedric Nott acababa de caer sobre el desierto de Namibia. Nott fue el único que sobrevivió al impacto. No sentía el brazo izquierdo, básicament­e porque lo había perdido en la caída. El calor lo consumía sin piedad. Estaba llegando a su fin.

Fue entonces cuando recordó la foto de su flamante novia, que ella le había entregado apenas unos días antes y que ahora atesoraba en un bolsillo de su camisa. Ver a la dama le dio unos minutos más de vida.

Este mínimo impulso vital hizo que se acordara de la petaca de plata, por fortuna llena de agua, que le había regalado su actual amante. Tras varios sorbos, y casi habiendo recuperado la compostura, Nott decidió darle una mirada a la medalla que llevaba al cuello, obsequio de una nueva pretendien­te. La hizo girar entre sus dedos. La leyenda, que alguna vez le pareció rústica —Dilma and Cedric for ever, decía—, ahora se le antojó un texto sagrado y le dio más fuerzas.

El brillo de la medalla atrajo la atención de una tribu local, y casi por milagro el profesor Nott estuvo de repente rodeado por casi veinte aborígenes que lo miraban extrañados.

El profesor, con enorme alivio, sacó de su pantalón un pañuelo fucsia, regalo de su esposa, para secarse la transpirac­ión y las lágrimas de felicidad en su rostro. Antes de que Nott pudiera siquiera pestañear, los veinte lugareños lo embrocheta­ron con sus lanzas, pues en aquellas tierras estaba muy mal visto andar ventilando pañuelos fucsias. Su esposa y la vida, acababan de dejar en claro lo cruelmente rencorosas que podían ser.

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