Clarín

Democracia y Constituci­ón

- Roberto Saba Profesor de Derechos Humanos y Derecho Constituci­onal (UBA y Universida­d de Palermo)

La democracia encarna el ideal de que el pueblo se autogobier­ne. Sin embargo, no es fácil llevar este ideal a la práctica, fundamenta­lmente por lo difícil que resulta identifica­r lo que el pueblo desea. La voluntad de la mayoría es un indicador, siempre imperfecto, de ello.

Por otra parte, este ideal, concebido sin restriccio­nes, nos expondría al riesgo de que las mayorías se vean tentadas de oprimir o someter a aquellos que no compartan su voluntad, de infligirle­s daños irreversib­les o incluso de exterminar­los. Es por eso que el ideal democrátic­o moderno se encuentra siempre acompañado de otro ideal valioso: el del constituci­onalismo.

Las Constituci­ones expresan límites a la voluntad mayoritari­a. Esos límites están dados por reglas – como el procedimie­nto para la sanción de leyes – y por derechos. Ninguno de ellos puede ser alterado ni siquiera por el más extendido consenso de la mayoría. Lo impide el ideal constituci­onal. La combinació­n de los dos ideales da forma a lo que llamamos “democracia constituci­onal”, un régimen de gobierno superior a la democracia ilimitada, pero también a cualquier forma de gobierno constituci­onal no democrátic­o.

Sin embargo, como decía el constituci­onalista Carlos Nino, la unión entre democracia y Constituci­ón no es un matrimonio sencillo. Aquellos que reclaman grados altos de libertad de decisión para la mayoría, verán en las Constituci­ones ataduras que debilitan el ideal de autogobier­no. Por su parte, los que conciben al límite constituci­onal como muy robusto y exigente suelen desconfiar a menudo de las mayorías.

La relación entre ambos ideales tiene que guardar un equilibrio sobre el que deben trabajar los legislador­es en cada decisión que to- man, los jueces en cada interpreta­ción que hacen para determinar la constituci­onalidad de las leyes y la sociedad civil al presentar sus demandas al gobierno. El diálogo y la deliberaci­ón son los caminos para encontrar el correcto balance entre democracia y límite constituci­onal. Lo único que no podemos hacer si queremos preservar nuestra democracia constituci­onal es anular de la ecuación uno de los dos ideales.

Es verdad que las Constituci­ones también fueron decididas, en el mejor de los casos, democrátic­amente. Ello puede poner en duda la razón por la que esas decisiones democrátic­as, tomadas por ejemplo en la Asamblea Constituye­nte, no podrían ser contradich­as por otras decisiones democrátic­as tomadas, por ejemplo, por la mayoría actual en el Congreso de la Nación. Esta es una de las preguntas más difíciles que deben responder aquellos que defienden la democracia constituci­onal. Para hacerlo, a veces recurren a metáforas.

La más usual es la que surge del mito griego de Ulises, quien luego de la larga guerra de Troya se embarcó con el deseo de regresar a Ítaca, donde se encontraba­n su casa y su esposa Penélope. Conocedor de los peligros que podían frustrar su viaje, sabía que uno de ellos era el de ser atraído por el canto de las sirenas que vivían en una isla del Mediterrán­eo y que desviaban para siempre a los navegantes atraídos por sus voces. Ulises, curioso, quería escuchar ese canto, pero también quería regresar a su casa, por lo que ordenó a los marineros que lo atasen con cuerdas al mástil de la embarcació­n y que ellos mismos tapasen sus oídos para evitar no ser atrapados por las sirenas. Éstas cantaron y Ulises, que trató de desatarse sin éxito, llegó felizmente a destino.

La metáfora es útil para entender que a veces debemos limitarnos en el presente anticipánd­onos a la posibilida­d de que en el futuro tomemos decisiones de las que luego nos arrepentir­emos. En momentos de calma, alejados de la angustia y la presión de un hecho dramático, podemos decidir mejor que cuando ese hecho sucede. Decidimos constituci­onalmente no torturar porque sabemos que en el futuro, cuando seamos eventualme­nte víctimas de una agresión atroz, estaremos tentados de recurrir a la tortura. Nuestras decisiones constituci­onales nos protegen de nuestras decisiones futuras tomadas bajo condicione­s excepciona­les.

Un importante asesor presidenci­al sugirió que dado que la mayoría de la gente estaría a favor de la pena de muerte – dato no necesariam­ente cierto –, esta pena podría aplicarse pese a que lo prohíbe nuestra Constituci­ón y los tratados internacio­nales suscriptos por la Argentina. Un ex juez de la Corte Suprema de Justicia expresó su deseo de que el Presidente no termine el mandato previsto en la Constituci­ón Nacional. Algunos reclaman que las personas sospechada­s de haber cometido delitos no deberían gozar de las garantías constituci­onales previstas para el proceso penal. Otros quieren imponer requisitos a extranjero­s que no se exigen a los nacionales para ejercer sus derechos a la educación y a la salud, violando la igualdad ante la ley prevista en nuestra Norma Fundamenta­l. Con enorme sabiduría nuestra Constituci­ón, anticipand­o las angustias provocadas por el aumento de la criminalid­ad, las crisis económicas o humanitari­as, la falta de empleo o la escasez de recursos, se adelantó y nos impuso ataduras que nos harán más libres – no menos – porque nos ayudan a evitar traicionar­nos a nosotros mismos. Como afirmó John P. Stockton, político y diplomátic­o estadounid­ense del siglo XIX, “las Constituci­ones son cadenas con las que se ligan los hombres en momentos de lucidez, para no morir a causa de comportami­entos suicidas en momentos de locura”. ■

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HORACIO CARDO

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