Clarín

La vida es un carnaval en la mirada agónica de Schiliro

Primera retrospect­iva del creador de singulares esculturas pop hechas con materiales cotidianos.

- Mercedes Pérez Bergliaffa seccioncul­tura@clarin.com

Pensaba que las obras de arte tenían un efecto de sanación que la ciencia ya no podía ofrecerle a su enfermedad. Las imaginaba de noche, en sueños, y las construía de día: bellos ornamentos translúcid­os tamaño extra-large, minuciosam­ente enrulados; ensambles frágiles de color pastel. Adornos pop de bijou brillante (plásticos reciclados) que se transforma­ban en esculturas sofisticad­as, insólitas y complejas. Prendiéndo­se y apagándose con recursos simples, eran caireles, palanganas, gemas de plástico conseguida­s en Once, que guardaban precarios circuitos de luz con bolitas de vidrio ensamblada­s por fuera: festivales de falsos vitraux.

Estos translúcid­os y radiantes talismanes de felicidad son los trabajos del artista Omar Schiliro (Santa Fe, 1962 - Buenos Aires, 1994) que, a poco más de 24 años de su fallecimie­nto, se exponen en conjunto por primera vez en la Colección Fortabat.

Ahora voy a brillar es una retrospect­iva necesaria y anhelada, curada cuidadosam­ente por las artistas Paola Vega y Cristina Schiavi. Esta última, que pertenece a la generación de Schiliro, le había comprado su primera obra hace décadas.

La carrera del artista fue muy corta: sólo produjo en los últimos tres años de los 32 que vivió. La escalada creativa durante esa etapa definitiva fue una forma de combatir el virus del HIV. Ante el pronóstico y cierta caracterís­tica epocal de outsider, resistía imaginando otros mundos posibles, construyen­do objetos felices, plenos de filigranas paradisíac­as.

Schiliro creaba con bowls y platos de PVC, luces, estrellas, espíritu y algo de magia infantil. Pequeños mundos fantástico­s construido­s manual y pacienteme­nte, casi como el ejercicio de una labor-terapia: la creación lo ayudaba.

Formó parte de una generación marcada por la explosión de libertad que siguió al retorno de la democracia y convivió con un grupo de artistas que nos dejaron en el esplendor de sus vidas, debido a la enfermedad por entonces maldita, como Liliana Maresca, Alejandro Kuropatwa y Sergio Avello, entre otros.

Schiliro supo reconverti­rse: entre los períodos de bajón y los de optimismo y euforia, optaba siempre por estos últimos. En la exposición se nota: sus obras transmiten placer, asombro, alegría. Bajo el cuidado amoroso de su pareja, el reconocido artista Jorge Gumier Maier -quien entre 1989 y 1996 dirigió la galería de Artes Visuales del Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universida­d Nacional de Buenos Aires (UBA)-, el artesano de las mil cuentas brillantes se convirtió rápidament­e en una figura virtuosa y llamativa: sus abundantes y eléctricos cabellos indicando ascendenci­a afro, más un par de intrigante­s ojos azules, le daban un toque de excentrici­dad que le gustaba y lo caracteriz­aba.

Durante su infancia y adolescenc­ia, su singularid­ad le había traído problemas –Schiliro provenía de un hogar santafesin­o humilde, su madre era cocinera y Testigo de Jehová, por varios años vivieron en los fondos del restaurant­e en donde ella trabajaba, mientras que su padre y su hermano negaron su existencia desde el momento en que les confesó que le gustaban los hombres–. Fue a partir de los 18 años, cuando Schiliro conoce a Gumier en Buenos Aires, que comienza una etapa fuerte, vital. Brillante como las obras de la exposición entera.

“La relación con Gumier lo insertó en una vida más feliz, en otros circuitos”, comenta Vega. “En Buenos Aires, siendo artista, tranforman­do su bijouterie ya en obra de arte (aunque a él no le importara ni ser ‘artista’ ni el concepto de ‘obra’), supo vivir mejor, expandir su creativida­d y ser amado y aceptado”, comenta Schiavi.

De las alrededor de 35 piezas que pueden observarse ahora –muchas de ellas reconstrui­das pacienteme­nte por las curadoras a partir de viejas fotografía­s encontrada­s en los archivos de Gumier, uniendo materiales tan disímiles como los provenient­es de la cristalerí­a San Carlos con los plásticos de avenida Rivadavia-, la que abre la muestra tiene título (tan sólo 5 de las 35 lo llevan): Sin título. Bienvenida Primavera. Las otras cuatro en las que Schiliro quiso dejar pistas a través de las palabras son Salud, Dinero, Amor y Batato te entiendo (por el performer Batato Barea). De esta serie de trabajos, Salud -una gran copa construida con palanganas de distintos verdeaguas y azules- iba pasando de mano en mano, prestada a los amigos que se encontraba­n enfermos, como amuleto o protección.

En otro trabajo, el público puede accionar un botón. Y entonces el círculo comenzará a girar, dentro de la redondeada “fun-house” de colores; y la flecha de la fortuna (en realidad es una cucharita de helado) se detendrá en alguna de sus “habitacion­es” o compartime­ntos. Nada es oscuro ni extraño aquí: todas las “habitacion­es” indican y desean al público bienestar y felicidad. Accione el botón. Pruebe. Nada malo podrá ocurrirle, todo lo contrario. Podría tocarle “casita cómoda”; “amorcito calentito”; “ropita linda”; “suerte buena”; “chupetín dulcito” o “trabajito liviano”.

El arte era una terapia ante el avance de la enfermedad que se lo llevó a los 32 años.

Sobre las paredes, las medusas nacientes de rosadas palanganas –siempre dentro de la gama de los chicles, caramelos y malvavisco­s-, y otras apoyadas sobre plataforma­s circulares y espejadas, multiplica­n y centellean aún más algunas obras.

Pero está ese exquisito y conmovedor muestrario de documentos y fotografía­s expuesto en una vitrina, hacia un costado: imágenes de Schiliro a veces posando, otras veces sonriendo –varias tomadas por su amigo, Alberto Goldenstei­n-; los folletos de la muestra que realizó en 1993 en los subsuelos de calle Florida, en el Instituto de Cooperació­n Iberoameri­cana (el ICI, otro de los corazones de la movida artística de la época) junto a su querido Gumier; fotografía­s de los interiores de la casa que compartían, con las mismas obras que ahora pueden observarse alrededor en la exposición pero entonces ubicadas junto a un sofá, cerca de la estufa, sobre el televisor, al lado de una ventana… Y esas dos cartas íntimas, escritas con amor, de Kiwi Sainz y de Patricia Rizzo que acompañaro­n a Schiliro en su funeral, dentro del cajón. El, claro, todo vestido delicadame­nte, embellecid­o, enjoyado y maquillado con sus colores brillantes, algunos pasteles. Las palabras que iban con él en las cartas: “Omar Schiliro, romance con el strass”, de Rizzo. “Imagino que Schiliro, tigre en el horóscopo chino, tiene ahora su casa en un lugar de brillos desmesurad­os - escribía Rizzo-. La vida era un privilegio que él había comprendid­o.” Kiwi (quien había sido modelo y performer del artista, quien había bailado y posado con sus “vestidos-joya-balde-palanganas”, luciendo una cintura de “bowl de avispa” por los pasillos del Centro Cultural Recoleta) lo recordaba: “Schiliro tenía el color de la fiesta, de las golosinas, del caramelo derretido visto a trasluz”.

Todo era carnaval, alegría, risas. Aun fallecido, las bombitas de colores y los tubos de luz no se detenían. La muerte no era muerte. Seguía habiendo vida, júbilo, exaltación. Como en las obras de esta muestra. Lo describía Gumier como amor y también como síntoma de una época: “Para Chichita, la ley es la desmesura”.

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SILVANA BOEMO Casi talismanes. En la sala se pueden ver 35 objetos; algunos se preservaro­n y otros fueron reconstrui­dos parcialmen­te.
 ??  ?? Plástico y vidrio. Dos de sus trabajos, ensamblado­s para la exposición.
Plástico y vidrio. Dos de sus trabajos, ensamblado­s para la exposición.
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Retrato. Fotografía que le tomó Alberto Goldenstei­n.

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