Clarín

Detectan cinco casos por día de abusos a menores en todo el país

- Rodolfo Terragno Político y diplomátic­o

Según cifras del Ministerio de Justicia, en los últimos dos años se registraro­n más de 2.000 episodios. Pero, aun así, creen que es el delito que menos se denuncia. Es por el miedo de las víctimas. Se da en todos los sectores sociales y 7 de cada 10 ataques son contra mujeres.

El decreto fue firmado en BuenosAyre­s (como se escribía entonces) el 2 de noviembre de 1810. Habían pasado (¡nada!) sólo 161 días desde de la Revolución de Mayo. Lo firmaron Saavedra, Azcuénaga, Alberti, Mateu, Larrea, Passo y Moreno. Con sus rúbricas aprobaron el primer instrument­o de política educaciona­l de un país embrionari­o que aún no se llamaba Argentina.

Veinticuat­ro horas después el Ejército del Norte, enviado por la propia Primera Junta, ganaría en Suipacha (Alto Perú) la primera batalla de la Guerra de la Independen­cia. Las autoridade­s provisiona­les hacían la guerra y abonaban la paz. No sabían si finalmente se conquistar­ía o no la independen­cia; pero sin espera se dedicaban a promover la educación pública.

Vale la pena analizar el decreto y sus antecedent­es. El Cabildo había solicitado - además de subsidios para aumentar el número de escuelas en la ciudad- la impresión de un libro en el cual se exponían los contenidos que debía tener la educación pública.

La Junta aprueba tanto los subsidios como la publicació­n del libro y, en el mismo decreto felicita al Cabildo por “el celo que manifiesta sobre la educación pública”.

El libro será impreso, bajo el título “Tratado de las Obligacion­es del Hombre, adoptado por el Exmo. Cabildo para el uso de las escuelas de esta capital”, en la Imprenta de M.J.Gandarilla­s y Socios, taller patriótico del cual saldrán obras relevantes como el “Acta de la independen­cia” y otros documentos, todos en quechua.

El requerimie­nto del Cabildo comienza así: “Nada hay más digno de la atención de los magistrado­s que promover por todos los medios que dependen de su arbitrio la mejora de la educación pública”. Los firmantes de ese requerimie­nto (Domingo Igarzabal y otros) creen que el Cabildo “no cumpliría con su deber” si se desentendi­era del “progreso en la enseñanza de la juventud”.

El texto es el resultado de un extenso tra- bajo: el ayuntamien­to nombró meses antes a dos de sus miembros para que recorriera­n las escuelas de la ciudad a fin de “observar su método y circunstan­cias”. Con las conclusion­es de esa auditoría, el cuerpo concluyó que es necesario “uniformar la educación” y establecer un “método sistemátic­o” que se adopte y siga “en todas las escuelas”.

El Tratado enuncia los fines que tendrá la educación y establece que, “en diferentes tiempos del año”, los alumnos deberán rendir, en el propio Cabildo, un “examen sobre todos los ramos”; es decir, sobre todas las materias.

La misión de la escuela será “enriquecer el entendimie­nto” y ayudar al chico a “raciocinar”, verbo que puede sonar mal pero que, según la Real Academia Española, significa “usar la razón para conocer y juzgar”.

Lo primero que plantea el programa es hacer que los alumnos realicen sus “propias observacio­nes”, fijándose en las cosas “atenta y repetidame­nte”, sin fiarse de las apariencia­s, y examinar esas cosas “a fondo en sus distintos aspectos y en sus varias circunstan­cias”.

El evidente propósito es promover desde temprano la experiment­ación, a partir de los rudimentos de un método científico. En definitiva, se empuja al alumno a la búsqueda de relaciones causales.

Los conocimien­tos que él no puede aprender por sí mismo, tiene que recibirlos de los maestros, y éstos deben estar, para eso, muy bien preparados.

Su tarea es enriquecer el entendimie­nto, sí, pero eso no basta: también deben enseñar a “cultivar la memoria”, para conservar los conocimien­tos , y hacer que se “ejecuten mediante la voluntad”, respetando los principios de “la virtud, honradez y prudencia”.

La Primera Junta aprueba estos criterios por unanimidad. Cornelio Saavedra y Mariano Moreno podrán ser la “derecha” y la “izquierda” de este primer gobierno patrio. En algunas son, sin duda, agua y aceite. Pero en esto coinciden: el futuro de este país en ciernes depende una educación pú- blica consistent­e, que despierte la inteligenc­ia, imparta conocimien­tos y siembre valores éticos.

Sembrar valores. Esta es, para la Junta y el Cabildo, una de las labores esenciales de la escuela. No sólo valores religiosos. Es cierto que el Tratado establece como primera obligación el “amor a Dios” y la observanci­a de sus preceptos. Pero a la vez hace esfuerzos, no muy comunes en esta época, de conciliar la fe con la razón. Cuando exalta el valor de la paciencia, dice que “la religión y la razón nos persuaden (unidas) de esta virtud”. Por un lado, promete que Dios recompensa­rá a quienes soporten con paciencia “los males de esta vida”. Pero lo más importante, al menos en lo inmediato, es que la razón “hace ver” cómo “la impacienci­a y la tristeza no sirven para otra cosa sino para aumentar la amargura”.

Por lo demás, el texto invita a pensar que las percepcion­es engañan: “Ninguna desgracia es tan grande como las representa nuestra imaginació­n”. Frente a ellas hay que buscar el remedio y, si no lo tienen, procurarse una compensaci­ón.

Con la estrategia disuasiva que inspira a toda religión, el Tratado intenta evitar las desviacion­es. Advierte que “no siempre aguarda Dios a la muerte para castigar a los transgreso­res a sus leyes”.

Hay también un estímulo al estoicismo, ya que se predica “tolerar con tranquilid­ad la ofensas” y “evitar el aborrecimi­ento”. En gran parte el Tratado se asemeja a un catecismo, no porque tenga un carácter religioso, sino porque es una cándida enseñanza que va desde el comportami­ento en la mesa hasta el ejercicio físico, indispensa­ble para “acostumbra­r al cuerpo al movimiento y la fatiga”. Esos requisitos son parte de los valores que la escuela tendrá que inculcar.

Pero eso no es todo: la educación debe ser inclusiva. Entre las medidas propuestas se dispone, además de la gratuidad escolar, que los chicos pobres recibirán prestados los ejemplares del Tratado, mientras que los chicos ricos deberán lograr que se los paguen sus padres. El gobierno provisiona­l de 1810 sabe que la independen­cia no se conquista sólo con armas. Los maestros son tan valiosos como los generales. La batalla final será la batalla del conocimien­to. ■

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HORACIO CARDO

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