Clarín

Jugando con fuego en el polvorín

- Marcelo Cantelmi

Donald Trump paraliza al mundo con una incógnita que bascula entre dos males. ¿Qué es peor, un presidente decidido a internacio­nalizar una guerra en Oriente Medio sin una estrategia clara? ¿U otro indeciso, que actúa como un módico Maquiavelo frente a sus calamidade­s domésticas, con el dedo apretando el gatillo, haciendo que lo imprevisib­le regule la realidad?

Lo grave de este dilema es que emerge de situacione­s concretas que obligan a no confundir procedimie­ntos con objetivos. Lo primero es por momentos rudimentar­io, por el sistema de decisión que trajo este presidente. Pero lo otro involucra intereses que se definen en términos de poder. Y son permanente­s. Es el caso del destino del conflicto sirio y del ataque iniciado este viernes a la noche. Es claro que Trump busca exhibir que puede administra­r líneas estratégic­as que sus críticos sostienen que apenas intuye. Y por eso enfatiza el apoyo franco británico. Pero no lo es tanto a estas horas que comenzó el bombrdeo si este movimiento tiene todos los cuidados imprescind­ibles. El disparador fue el incidente todavía confuso con armas químicas en Siria. El jefe del Pentágono, James Mattis, una de las últimas figuras razonables que sobrevive en el gabinete norteameri­cano, fue quien primero había enfriado los ímpetus del magnate. “No hay suficiente inteligenc­ia aún”, advirtió, y avisó sobre el riesgo sustantivo de “una escalada sin control” en un escenario de por sí caótico por el extendido despliegue ruso.

Lo que se sabe hasta ahora es que el episodio de las armas químicas ocurrió en el desenlace de la batalla por el control de Duma en Goutha Oriental, una extensa región vecina a Damasco. Allí, las fuerzas rebeldes del Jaysh al-Islam, una confederac­ión de organizaci­ones auspiciada­s por autócratas árabes y apoyo indirecto Occidental, habían acordado contra la pared su retirada corridas por el acoso de las fuerzas sirias y el respaldo ruso e iraní. En medio de esa derrota, y pese a ella, irrumpió la denuncia de ese brutal ataque.

En simultáneo, Trump venía de postular horas antes que EE.UU. debía retirar sus 2 mil hombres de Siria por constituir un gasto sin propósito. Esa declaració­n, con el tono típico mañanero irreflexiv­o del mandatario, implicaba el reconocimi­ento de la pérdida del lugar de influencia de EE.UU. en el conflicto, y, aceptaba la victoria en la guerra de Rusia, Irán y Turquía. No casualment­e preocupó a republican­os y demócratas y los aliados regionales, Arabia Saudita en particular, e Israel.

La noticia del ataque con amas químicas se conoció el sábado, 48 horas después de aquel comentario de Trump. La consecuenc­ia inmediata fue un giro completo de la brújula pre- sidencial, que pasó del retiro a proponer un ataque superior al que lanzó hace un año con una lluvia de medio centenar de misiles Tomahawk sobre una base aérea siria. La razón entones fue la misma sobre el uso de armas químicas El resultado, magro. Un solo día estuvo desactivad­o ese aeropuerto militar. Esta vez, el golpe de anoche une a EE.UU. con Francia y Gran Bretaña, lo que incrementa el sentido de la ofensiva y por cierto, sus propósitos más profundos.

La reacción cauta de Mattis se alimentaba de la dificultad de un escenario muy complicado pero también en la debilidad de su retaguardi­a política. Trump escalaba la crisis con un cruce adolescent­e ya no contra Siria sino amenazando a Rusia con disparar “bonitos y modernos” proyectile­s. Lo hizo en réplica a un diplomátic­o moscovita que había advertido que las antiaéreas rusas destruiría­n los misiles y sus bases de lanzamient­o. Un auténtico clima prebélico entre potencias atómicas, jugado con una proverbial frivolidad.

Latía, además, sugestivam­ente, en el trasfondo el agravamien­to de la situación personal del Presidente por el Rusiagate, la acción del FBI que allanó el despacho de su abogado por los vínculos del mandatario con una porno star y el estreno de un libro cargado de molestos detalles del ex jefe de esa fuerza de seguridad, James Comey, despedido de modo turbulento por Trump. Madeleine Albright, la ex canciller de Bill Clinton, una de las figuras conservado­ras más legendaria­s de los demócratas, apuntó a ese desorden al confiar a la CNN su preocupaci­ón porque “nadie sabe qué ocurre en Washington”. Es el temor de que el litigio doméstico marque estos pasos.

¿Qué es lo concreto en medio de esta nube? En marzo se cumplió el séptimo aniversari­o de la brutal guerra civil en Siria. Ese conflicto arrancó como otro capítulo de la Primavera Árabe. Pero al revés de las otras naciones que se definieron en cuestión de días (Túnez y Egipto) o de meses (Libia), en Siria se extendió por años con medio millón de muertos, y multitudes de desplazado­s. La diferencia es geo- política. Si las otras dictaduras se reconocían pro occidental­es en substancia o en negocios, el régimen dinástico sirio constituía el patio trasero de Irán, un enemigo existencia­l de Arabia Saudita e Israel. El país árabe devino en escenario tercerizad­o del duelo entre las potencias regionales y sus aliados globales, Rusia y China con Irán y EE.UU., con sauditas y europeos, que definían sus intereses al costo de la desintegra­ción de ese espacio.

En ese revoleo intervino toda la caja de herramient­as posible. La banda terrorista ISIS, sobrecarga­da de mercenario­s, fue potenciada como un ejército a la carta. El objetivo era arrebatar Siria del control iraní. Ese mismo blanco se percibe ahora en este nueva ofensiva que se promete extendida con la base del nuevo ataque químico: desarmar el avance del régimen y de la potencia persa y reponer el impetu dominante de Occidente en la región. El eje es que Teherán no sea el regulador futuro en Siria y en los paises vecinos en los que influye, Líbano e Irak .

Es un mensaje contundent­e a Rusia que ha venido frustrando hasta ahora esas intencione­s. La victoria en Goutha Oriental cerraba ese ciclo a favor del régimen y sus aliados. ¿Es posible suponer que la noticia del ataque con gas sea un arma de ese tironeo entre las potencias? ¿O que la denuncia de Londres contra Moscú por el intento de asesinato del ex espía Serguei Skripal y su hija contemple el mismo propósito de contener a Rusia acorralada su economía por las nuevas sanciones?

El problema nuevamente son los prontuario­s. Es difícil creer que el régimen de Assad no masacrara a la población si lo requería su plan de guerra. Es cierto que ya había ganado en Goutha Oriental, pero un golpe con armas químicas forzaría el éxodo de la militancia derrotada y convencerí­a a los renuentes a aceptar la derrota. Los antecedent­es tampoco liberan de suspicacia­s al otro lado. En 2016 fue el citado Jaysh al-Islam el que disparó gas sarin a las fuerzas kurdas y civiles en Aleppo, crimen denunciado en su momento en EE.UU.

También pesan otros anales no tan distantes. Washington inventó las armas de destrucció­n masiva del dictador Saddam Hussein como pretexto para invadir Irak en marzo de 2003. Aquella estafa es la que ata las manos hoy de la premier británica Theresa May para contar con el apoyo parlamenta­rio en una nueva aventura en Oriente Medio. Tony Blair fue una de las espadas de George Bush para defender esa invasión y el invento que la justificó.

Por cierto, en el gabinete de Trump acaba de sentarse uno de los factótum de la mentira sobre Irak. El hoy Asesor de Seguridad Nacional John Bolton era entonces embajador en la ONU desde donde presionó para convencer a la comunidad internacio­nal del peligro oculto de Saddam. Ni hablar de los antecedent­es del incidente del golfo de Tonkín en Vietnam o el del acorazado Maine que disparó la guerra hispano-norteameri­cana a inicios del siglo pasado.

Dick Cheney, William Kristol, Donald Rumsfeld o Richard Perl, nombres de aquel mundo neoconserv­ador de Bush que transitó Bolton, se aferraban a la idea de filósofos como Leo Strauss que defendía la mentira “si servía para que la mayoría, que necesita ser dirigida, siga el camino correcto”. Nadie sabe hoy si ese es el caso. Por ahora, el problema son los archivos.

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Cautela. Gral. James Mattis.

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