Clarín

Disfrutar sin obsesionar­se por el final romántico

- Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Había una vez una época –y no hace mucho tiempo– en la que amor y la amistad eran paralelas que jamás se tocaban. En los años 80, incluso, escuchábam­os aquí y allá el debate sobre si se podía tener un amigo/a del sexo opuesto. Y veinte años atrás, cuando el clásico Colegio Nacional de Monserrat de Córdoba empezó a admitir mujeres, muchas familias alzaron la voz por esa cercanía cotidiana que “contaminab­a 300 años de historia”. Hombres y mujeres –aún no se hablaba de múltiples géneros– estaban programado­s para el amor y para la atracción, nunca podía traducirse ese vínculo en amistad. Pero un tiempo atrás se creó el neologismo amigovio y, ya más cerca, el de amigo-con-derecho-a-roce. El corte tan tajante empezaba a desaparece­r.

Quizás por eso sorprenda el texto de hoy. Amores de verano –cortos e intensos, aunque se vivan en cualquier estación– hay muchos. Pero en general tienen un punto final, salvo que el milagro los convierta en pareja estable. Terminen bien o mal, se extrañen o cada uno a lo suyo, prometan verse (y alguno falle), hay un adiós. Este que nos cuenta Marcela tiene algo innovador: hubo fuego y pasión, hubo cierta identidad de almas pero ningún proyecto en común. Estaban destinados, parece, a disfrutars­e pero no a pensarse juntos. Ni la actriz, hoy mujer de radio, ni el actor, ya más escritor de temas existencia­les, buscaban ese camino. Es, en cambio, una reivindica­ción del presente: se puede disfrutar sin buscar el final romántico.

Se extrañan, sin embargo. Por eso se buscan y se ven de tanto en tanto. Como amigos (o como se llame), como personas que se pueden confesar el uno con el otro, más allá del plano de la relación física y de que cada uno tenga su familia. Todo se transforma, aunque en esta área no estemos tan acostumbra­dos porque las clasificac­iones siempre fueron más rígidas. Se es pareja, se es amante (clandestin­o), se es amigo. ¿Y si ya no sucede así? Allá donde hubo fuego a veces no sólo quedan cenizas sino confianza, complicida­d, ganas de sentir la mirada y los consejos del otro. Es una relación que aún no tiene nombre pero que, parece, empieza a ganar terreno.

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