Disfrutar sin obsesionarse por el final romántico
Había una vez una época –y no hace mucho tiempo– en la que amor y la amistad eran paralelas que jamás se tocaban. En los años 80, incluso, escuchábamos aquí y allá el debate sobre si se podía tener un amigo/a del sexo opuesto. Y veinte años atrás, cuando el clásico Colegio Nacional de Monserrat de Córdoba empezó a admitir mujeres, muchas familias alzaron la voz por esa cercanía cotidiana que “contaminaba 300 años de historia”. Hombres y mujeres –aún no se hablaba de múltiples géneros– estaban programados para el amor y para la atracción, nunca podía traducirse ese vínculo en amistad. Pero un tiempo atrás se creó el neologismo amigovio y, ya más cerca, el de amigo-con-derecho-a-roce. El corte tan tajante empezaba a desaparecer.
Quizás por eso sorprenda el texto de hoy. Amores de verano –cortos e intensos, aunque se vivan en cualquier estación– hay muchos. Pero en general tienen un punto final, salvo que el milagro los convierta en pareja estable. Terminen bien o mal, se extrañen o cada uno a lo suyo, prometan verse (y alguno falle), hay un adiós. Este que nos cuenta Marcela tiene algo innovador: hubo fuego y pasión, hubo cierta identidad de almas pero ningún proyecto en común. Estaban destinados, parece, a disfrutarse pero no a pensarse juntos. Ni la actriz, hoy mujer de radio, ni el actor, ya más escritor de temas existenciales, buscaban ese camino. Es, en cambio, una reivindicación del presente: se puede disfrutar sin buscar el final romántico.
Se extrañan, sin embargo. Por eso se buscan y se ven de tanto en tanto. Como amigos (o como se llame), como personas que se pueden confesar el uno con el otro, más allá del plano de la relación física y de que cada uno tenga su familia. Todo se transforma, aunque en esta área no estemos tan acostumbrados porque las clasificaciones siempre fueron más rígidas. Se es pareja, se es amante (clandestino), se es amigo. ¿Y si ya no sucede así? Allá donde hubo fuego a veces no sólo quedan cenizas sino confianza, complicidad, ganas de sentir la mirada y los consejos del otro. Es una relación que aún no tiene nombre pero que, parece, empieza a ganar terreno.