Clarín

Los inquietos fantasmas de la casa del terror

- Héctor García Blanco hgblanco@clarin.com

A fines del año 1892, el conde belga Mathis von Böel tenía una hermosa mansión no lejos de Bruselas. El lugar contaba con sesenta habitacion­es y un enorme jardín, pero tenía un fastidioso inconvenie­nte: estaba embrujado.

En efecto, el conde vivía rodeado de toda suerte de tenebrosos seres del más allá, a cada cual más desvergonz­ado. Los fantasmas, por ejemplo, adoraban destaparlo durante las frías noches belgas, con el único fin de burlarse de su camisón estampado. El conde tardaba semanas en recuperars­e de la gripe, y el doble de tiempo en superar el daño emocional.

En el castillo de Mathis se alojaban, además, gnomos y silfos. Los gnomos sabían imitar a la perfección la voz de su querido rey, Leopoldo II, poniendo en su boca chistes burdos y hasta incorrecto­s. Y en cuanto a los silfos, el conde no tenía muy en claro sus principale­s caracterís­ticas, pero le bastaba saber que eran ellos quienes, todas las mañanas, le escupían las medialunas.

También deambulaba por la casa una figura tétrica y gimiente, mezcla de bruja y arpía, muy parecida a su suegra, aunque bien podría tratarse de doña Fabiola, en efecto, su suegra.

Harto, casi desesperad­o, Mathis decidió ir a pedirle ayuda a su hermano mayor, Jaiden. Tras escuchar los lamentos, su familiar directo no tardó en solucionar definitiva­mente el problema: le atravesó el corazón con un sable, heredó la propiedad y la convirtió en un parque de atraccione­s, explotando a todos los demonios con sueldos miserables.

El conde aprendió, tal vez demasiado tarde, que muchas veces el terror no se encuentra en el más allá, sino aquí nomás.

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