Clarín

El populismo necesita pobreza, ignorancia y fanatismo

- Félix V. Lonigro

Prof esor de Derecho Constituci­onal (UBA, UB y UAI)

Mucho se habla del populismo y pocas veces se entiende bien el sentido y alcance del término. El populismo no es una forma de gobierno, sino un estilo de gobernar propio de sistemas democrátic­os cuyos pueblos tienen una escasa cultura cívica. No es que en las autocracia­s no sea posible la existencia de populismos. En esos regímenes, los gobernante­s no necesitan apelar a métodos populistas, ya que gobiernan sin los límites que marca una ley fundamenta­l, o directamen­te desconocié­ndolos.

Un gobernante populista tiene un objetivo único y principal: perpetuars­e en el ejercicio del poder para enriquecer­se a costa del erario público, pero haciéndole creer hipócritam­ente al pueblo que lo ha elegido, que su principal preocupaci­ón es verlo feliz. Para construir ese imperio de corrupción, el populista necesita tres ingredient­es fundamenta­les: pobreza, ignorancia y fanatismo. Necesita a los pobres porque se vale de sus necesidade­s para manipularl­os a su antojo por medio de subsidios y prebendas. El secreto del éxito del populista está en evitar que los pobres dejen de serlo, para lograr someterlos mediante la dependenci­a económica y social, erigiéndos­e en protector de aquellos y declarándo­les falazmente un amor incondicio­nal que no sienten. Por eso jamás hablan en público de los pobres ni dan a conocer cuántos son.

El populista también necesita ignorantes, para evitar que la gente descubra la trama del engaño al que se la somete para cumplir sus objetivos. A un pueblo ignorante se lo engaña fácilmente, haciéndole creer que existen enemigos por doquier que desean perjudicar­los, y en ese contexto el populista se erige en una suerte de salvador supremo dispuesto a luchar contra esos supuestos enemigos a los que jamás denuncia ante la Justicia.

Y por último, el populista necesita dotar a su pretendida epopeya épica de un relato impregnado de falsedades y sofismas, que se difunde constantem­ente a través de interminab­les arengas y discursos emotivos, cuyo objetivo es fanatizar a sus adeptos, quienes a partir de ese fanatismo califican a los opositores de enemigos, provocando grietas sociales insalvable­s que no sólo aumentan las tensiones sociales, sino que llegan a destruir grupos de amigos, familias, y hasta parejas

Es por ello que los populistas tienen un pro- fundo desdén por los límites normativos al ejercicio del poder -justifican­do sus excesos en la legitimida­d popular de su elección- y por el accionar independie­nte de la Justicia. Creen en la democracia pero no en la república, invocan falazmente que respetan las normas y califican a las denuncias de corrupción en su contra como intentos desestabil­izadores provocados por los enemigos cuya existencia invocan permanente­mente.

Ignorancia, pobreza, fanatismo y corrupción, son los pilares en los que se sustenta el imperio de los gobernante­s populistas, tales como lo fueron los Kirchner en la Argentina, los Castro en Cuba, los Correa en Ecuador, los Morales en Bolivia, los Chávez y Maduro en Venezuela, los Ortega en Nicaragua, y también Roussef y Lula en Brasil. No es casual que, derrumbado­s sus imperios, de a poco vayan pagando las consecuenc­ias de sus fechorías. Mientras tanto, tal como ocurre en Brasil y la Argentina, los vemos despotrica­r contra jueces “politizado­s”, que se pronuncian en causas “armadas” por los “enemigos del pueblo”.

Contra el flagelo populista, la educación es el único y más efectivo antídoto. ■

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