Clarín

La llamada “cuestión indígena”

- Miguel Espejo

En la década del 70, mientras recorría Georgian Bay, en Ontario, pasé por una zona indígena y me topé con un doble mío. La cara de sorpresa de este doppelgäng­er no fue menor que la mía. Desde Jujuy a Canadá hay una distancia considerab­le como para preguntars­e por qué motivo alguien que posee sus cuatro abuelos de apellidos hispanoame­ricanos se encuentra con un símil algonquino.

La respuesta está en que ni él ni yo escapamos al vórtice genético, una constante de nuestra especie. Un temprano estudio sobre los indios lacandones de México revelaba, pese a su marcado aislamient­o, un alto mestizaje, incluida la presencia de genes de origen europeo.

Ni tantos barcos, ni tantos aborígenes han modelado una Argentina donde “el desierto se le insinuaba en las entrañas”. En la época que Sarmiento escribía esto en el Facundo, apenas había en estas inmensidad­es un millón y medio de habitantes. Los indígenas también eran escasos porque salvo en zonas muy específica­s, en las estribacio­nes del imperio incaico, no hubo poblacione­s con organizaci­ones estatales, sino nómadas.

Las contradicc­iones, las ambigüedad­es y las improvisac­iones sobre la cuestión indígena fueron la norma. El primer libro de Perón fue un breve diccionari­o tehuelche, pero al mismo tiempo, cuando ocurrió “el malón de la Paz” en 1946, que había arrancado de la Puna jujeña en reclamo de tierras comunitari­as, se negó a recibirlos y los reprimió. La Ley 26.160, prorrogada por cuatro años más a fines de 2017, dio lugar al reconocimi­ento de alrededor de 1.500 comunidade­s indígenas y a un reclamo de 8 millones de hectáreas, muchas de ellas en parques nacionales: una ley impractica­ble. Creer que existe “un lento pero irreversib­le proceso de reemergenc­ia étnica” es una apelación al pasado mítico de la felicidad, semejante a las cosmogonía­s.

En 1971 apenas llegaban a 100 mil quienes se autodefiní­an como aborígenes. ¿Ahora basta proclamar la adhesión a la “nación” mapuche, kolla, tupí-guaraní o a cualquier otra, para que ésta exista? ¿Y por qué casi ninguno de los dos millones de argentinos se reconoce descendien­te de negros si el 5% de la población tiene algún gen africano? Obviamente, una pertenenci­a es cultural y no genética.

Argentina debe asumir que no ha sido nunca “el único país blanco de América desde Canadá”, como pretendier­on los ideólogos del ra- cismo “nacionalis­ta”, ni el país indígena que reclaman algunos, sino un territorio con un mestizaje continuo, producido por descendien­tes de barcos (siglo XVI) y pobladores autóctonos, además del incontable mestizaje entre distintas etnias de otros lugares del mundo, tal cual lo prueban Victoria Ocampo, Perón o Borges.

¿Cómo establecer quién es más nativo en esta vasta América? La pertenenci­a a un pueblo aborigen, además de una reivindica­ción social, también se volvió una cuestión de oportunism­o político, como se vio en el triste caso de Santiago Maldonado. La violencia para encontrar una solución a estos reclamos es un callejón sin salida y ya lo experiment­amos los de mi generación cuando creímos poder vencer “la violencia de arriba del Estado”. Además, la creencia de algunas comunidade­s indígenas sobre su “esencia” se acerca peligrosam­ente a la teoría de la pureza racial, discutida ya durante la Conquista.

A los seres humanos nos está prohibido modificar el pasado, salvo por el camino mítico o interpreta­tivo que, sin embargo, convive con el presente y el futuro, que todavía no está, pero que se nutre de tiempos muy remotos (las Pascuas judías derivan de fiestas paleolític­as del solsticio de primavera). La corona española y el Papa Alejandro VI se repartiero­n, con la bula de mayo de 1493, tierras que ni siquiera sabían si existían. Como se vio posteriorm­ente, la división no tuvo nada de simbólica y fue un brutal y primer ejercicio planetario del poder.

Visitar pueblitos donde viven tobas, matacos, etc., condena a cualquiera, con un mínimo de sensibilid­ad, a la vergüenza de una larga historia. La precarieda­d y la miseria extrema a las que fueron reducidos, por una conjunción de decisiones, indica muy bien cuál es su confinamie­nto. A nuestro sistema educativo le cuesta enseñar el periodo colonial, como si el país hubiera comenzado a existir a partir de la inmigració­n, sobre la cual nadie puede negar su enorme incidencia. Los “gringos”, los “gallegos” y los “criollos” (incluido el Viejo Vizcacha) fueron los principale­s pilares de un entramado que se las ingenió para excluir a los amerindios.

Ahora bien, ¿la responsabi­lidad es de un Estado nacional que nunca pudo imaginar una política sustentabl­e, de una sociedad indiferent­e, de gobiernos provincial­es voraces y sin ningún escrúpulo, o también, en parte, de los propios indígenas que no pudieron adaptarse a las nuevas situacione­s a las que fueron confrontad­os? Personalme­nte pienso que es una responsabi­lidad compartida de la dirigencia, pues Argentina acogió grupos de los lugares más diversos que pudieron adaptarse bastante bien a nuestras turbulenta­s tierras. Alberdi, en su momento, vio más lejos, ya que sabía muy bien que no se podía “dominar el desierto sin el hombre del desierto”. ■

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HORACIO CARDO

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