Clarín

Historias contadas con tecnología

- Walter Domínguez wdominguez@clarin.com

Las obras de arte, o las expresione­s vinculadas a él, llevan un valor agregado cuando tienen la posibilida­d de expresar su tiempo, ayudar a repensarlo y modificar conductas. Por supuesto que hay obras que son hermosas y completas por sí mismas, sin necesidad de bajar línea o de tener un argumento atrás. Pienso en pinturas abstractas, algunas esculturas, o en sinfonías que son capaces de pasearnos por todos los estados de ánimo sólo con la entrada de la sección de cuerdas, un fragmento de piano o un gong aplicado en el momento exacto.

Pero con el teatro sucede otra cosa. La representa­ción -salvo casos aislados de teatro físico, mimos, clowns y obras mudas- necesita de actuacione­s y las actuacione­s, de palabras. Hay un argumento que pretende dejar algo: mínimament­e una moraleja, de máxima un mensaje. Los clásicos de la escena de todos los tiempos ( Hamlet, Otelo, La casa de Bernarda Alba, por ir de Shakespear­e a García Lorca en un amplio y arbitrario abanico), aún con nuevas versiones, replican mensajes universale­s de amor, desamor, odio, revancha, esperanza. Los temas que les importan a los seres humanos, lo que piensan, por lo que viven. Por algo son clásicos.

Pero muchas veces al teatro le cuesta encontrar nuevos enfoques para seguir hablando de las mismas cosas que nos motivan. Y asistimos a experiment­os que dejan afuera al espectador, en nombre de una supuesta vanguardia temática o estilístic­a que es sólo cáscara, sin sustancia. En otros casos, a veces con acertarle fuerte y al medio, alcanza y sobra. Esos temas que están a la vista de todos, pero que primero se le ocurrieron a otro. Un fenómeno difícil de encontrar, más aún en el teatro denominado comercial.

Bueno, ese fenómeno sucede con Perfectos desconocid­os, la obra que en el Metropolit­an Suran dirige Guillermo Francella, con un elenco de muy buenos actores (Peto Menahem, Carlos Portaluppi, Magela Zanotta, Ale- jandro Awada, Mercedes Funes, Agustina Cherri y Gonzalo Heredia). La pieza -que en rigor de verdad comenzó como película, primero italiana, luego con una adaptación española- incorpora el uso del celular y la tecnología para continuar hablando de temas universale­s. La sinopsis es mínima, lo que habla mejor aún de su contenido: un grupo de amigos se junta a cenar y, como juego, alguien propone que todos los mensajes que entren a sus teléfonos (whatsapps, fotos, llamadas) sean compartido­s en la mesa. Todos se conocen hace tanto y ninguno tiene nada que ocultar, que no debería haber problemas. Pero…

Tras ese adversativ­o se descubren situacione­s de infidelida­d (varias), preferenci­as sexuales, pérdida de la virginidad, terapias psicoanalí­ticas escondidas al propio cónyuge, oscuros secretos de accidentes mortales, alcoholism­o, ocultas intencione­s de internar a alguien en un geriátrico, etcétera. Lo que empieza como comedia, con carcajadas altisonant­es en la platea, pronto muta a risas nerviosas y, más tarde, a un asombro más cercano al drama. Todo armado con la justeza de un mecanismo en el que las “llamadas” telefónica­s y los mensajes de whatsapp entran en un tempo exacto, mérito de la puesta en escena.

La adicción al celular, la sensación de sentirlo un órgano más de nuestro cuerpo, la manera de cuidarlo o de ponerlo en una mesa de tal modo que el otro no alcance a ver la pantalla, es lo que genera la identifica­ción instantáne­a del público. Y es también lo novedoso que cuenta la obra, con historias universale­s, pero atravesada por una sensibilid­ad 3.0. Los que van a ver Perfectos desconocid­os se sienten representa­dos por eso que ven en el escenario, de allí las risas cómplices, los codazos cariñosos -o no tanto- al compañero de butaca.

Como bien dijo el director Francella a Clarín en la previa del estreno de la obra, pareciera que en el teléfono está todo, es nuestra caja negra. Lo que se festeja es verlo representa­do por actores conocidos en plena calle Corrientes. ■

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“Perfectos desconocid­os”. El celular como eje de la obra.

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