Clarín

Un apasionado que no tiene reposición

- Alberto Amato alberamato@gmail.com

No es posible la pasión sin apasionado­s. Lo saben como nadie estas columnas que a diario trazamos hombres y mujeres a los que sólo guía la pasión por esta profesión fantástica. Como con el huevo y la gallina, es difícil saber qué llegó primero, si la pasión o los apasionado­s. Con lo primero es más fácil: el huevo fue antes porque hubo animales ovíparos antes que aquel pterodácti­lo de las tinieblas termi- nara en una inofensiva y expectante gallinita.

Pero con la pasión es más difuso. Tal vez sea imprescind­ible la vitalidad de los apasionado­s para que pueda germinar la pasión. Esta columna ha perdido a un apasionado. César Aristides Espinosa guió, indujo, impulsó, prohijó, alentó y sostuvo muchas de las ideas y de las imágenes que aquí se trazaron a carbón grueso. Era médico. En los años 40 se había metido en un pueblito santiagueñ­o, Los Juries, a suturar, traer críos al mundo sólo con la luz del farol y la ayuda de Dios, mientras recibía en pago gallinitas expectante­s.

Vivían en él Troilo, Mozart, Aristótele­s, Hei- degger y Discépolo. Decía que estamos hechos de dos cosas: ancestro y vivencias. Y que a una no la podemos cambiar y las otras nos cambian. Que es la fe la que construye ideales, pero la que también los destruye. Y dudaba si la sevicia era una imposición del Mal o una decisión humana, Juraba que era mejor compartir que regalar y cifraba en ese bisel gran parte de la armonía humana.

Fue, a su modo, y su modo era entrañable, un maestro en una época en que no abundan esa clase de maestros. No se fue sin antes dejar una enseñanza: hay que cuidar pasión y apasionado­s. No tienen reposición.

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