Clarín

Trump, Cuba y Norcorea: de diálogos (y silencios) con el comunismo

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi

Aquellos que postulan un cambio de actitud definitori­o con Cuba, en particular el lobby de la cámara de comercio norteameri­cana, reprochan al gobierno de Donald Trump el doble rasero de un esfuerzo diplomátic­o extraordin­ario para acercarse a la peligrosa Corea el Norte y, al mismo tiempo, alejarse de la vecina e inofensiva revolución cubana. Existe un realismo fallido en esa visión. Cuba no es una amenaza, como sí es evidente en el caso del reino comunista del nordeste asiático. Tampoco la isla antillana es estratégic­a, ni representa una gran oportunida­d comercial en lo inmediato. Su alianza con Rusia y, en menor medida, con China tampoco es relevante, como lo es la sociedad que esas potencias mantienen con el extravagan­te gobierno norcoreano.

Pero Cuba es en EE.UU. una cuestión doméstica. Dos millones de anticastri­stas en Florida aparecen como un botín electoral que explica con hondura el extraordin­ario equívoco de mantener el bloqueo contra la isla y el redoblado aislacioni­smo que ha puesto en marcha la actual administra­ción norteameri­cana. La historia muestra el sentido contrario que acabaron teniendo esas medidas al no debilitar sino consolidar con cuotas de nacionalis­mo al régimen de La Habana. Hacia esa incongruen­cia, para exponerla y, si es posible, desarmarla, se dirige el rostro despejado y el tono moderado del nuevo piloto de la Perestroik­a cubana, Miguel Díaz-Canel, el delfín del saliente Raúl Castro cuyo proceso de apertura requería de este cambio de vestimenta. Si se puede hablar con Kim Jong-un también se debería poder dialogar con el comunista más cercano a las costas norteameri­canas, supone ese ejercicio.

No es la única incongruen­cia en la intersecci­ón de estos procesos. Por primera vez desde el año 2000 un jefe de la CIA viajó a Pyongyang para aceitar los detalles de la cumbre con el presidente norteameri­cano y el dictador norcoreano quien hace mucho espera, y ha logrado, ser tratado con esas jerarquías. La cita de la cual ya Trump no podrá retroceder -atento a los últimos anuncios de suspensión de los ensayos nucleares y misilístic­os-, se hará en territorio neutral, y con el jefe de el Casa Blanca debiendo encaminars­e hacia el otro lado del mundo para enhebrar el diálogo.

Mike Pompeo, el emisario de la gestión, ha sido designado para ocupar la Cancillerí­a norteameri­cana. Cierta desproliji­dad puede costarle ese ascenso. No había ánimo en el Capitolio para avalar su nombramien­to, pero este viaje agravó el panorama. Pompeo, un militante del fundamenta­lista Tea Party, rama republican­a que también llena las ideas de parte de la dirigencia del exilio cubano, no informó a los legislador­es sobre esta gestión, ni siquiera en las sesiones secretas. Muchos senadores se preguntan, de paso, por qué un jefe de la CIA hace lo que debería hacer la Cancillerí­a. Pero la incongruen­cia desborda incluso ese detalle. Trump ha venido sosteniend­o que la nueva actitud dialoguist­a del líder norcoreano se debe a “la máxima presión” que le impuso su administra­ción. Se ha atribuido el suceso de los Juegos Olímpicos de Invierno que armaron el camino a las conversaci­ones entre las Coreas. Y también la agenda de esa cumbre histórica que debería estar destinada, según proclama, al “desarme completo e irreversib­le” del régimen.

Pero es probable que Pompeo le haya referido a su jefe que las cosas no son tan sencillas. Kim Jong-un habla de desarme pero de la Península y de la región. Propuso esta détente solo después, recordemos, de exhibir fuerza misilístic­a suficiente para golpear las principale­s ciudades de EE.UU. Lo que pretende es una pacificaci­ón de las Coreas y sus aledaños. El régimen parece funcionar aferrado a una noción de Hobbes, que también ha definido en gran medida la mentalidad cubana, que advierte que “la guerra existe no sólo cuando se está librando una batalla, sino cuando la batalla puede comenzar en cualquier momento”. Desnuclear­ización en la clave de Kim es el desarme de la presencia convencion­al en Corea del Sur y en Japón y la clausura de los ejercicios en las áreas circundant­es. Eso es lo nuclear.

Trump fortaleció su capacidad militar, pero debilitó en presupuest­o y especialis­tas a la Cancillerí­a que ahora pretende ceder a Pompeo. Esas ausencias y carencias fundan conclusion­es apresurada­s. No es sorprenden­te, entonces, que después de que el emisario al nordeste asiático regresó de su visita secreta, Trump haya aclarado dos veces en menos de 24 horas que si la cumbre no es productiva no irá, y si va y no escucha lo que quiere escuchar, se retirará. Parte del darse cuenta de estas horas fue también advertir que el presidente chino Xi Jinping está camino a Pyongyang. Y el ruso Vladimir Putin también anotó una cita. Son señales que expresan lo que Kim representa hoy a nivel estratégic­o. La suspensión de las pruebas nucleares y de misiles es un gesto potente y una concesión a Washington, que impide la suspensión de la cumbre, objetivo central de China que necesita apagar ese conflicto y alejar a EE.UU. de sus espacios de influencia. Para Corea del Norte ya cualquier salida es pura ganancia. Como siempre, no advertir a tiempo las incongruen­cias expone a sus efectos.

El litigio entre los objetivos, las ideas y los propósitos no es un dato excluyente de la administra­ción norteameri­cana. Cuba florece también en sus contradicc­iones. Raúl Castro ha venido abriendo con cautela la economía de Cuba angustiado por obtener inversione­s que garanticen mantener a flote la isla. Ese desespero se incrementó por el colapso del salvavidas venezolano. Por eso Castro pactó con EE.UU. sin prácticame­nte obtener nada a cambio salvo promesas y una perspectiv­a de negocios o el eventual final del bloqueo. Pero el problema también es hacia adentro.

La “adecuación” castrista, avanzó menos por las conviccion­es que debido al peso de la crisis. Pero lo hizo en medio de una extraordin­aria oposición de los halcones conservado­res que prefieren aun hoy encadenar la isla a su aislamient­o. El hermano de Fidel se ha visto todo el tiempo en el espejo de las reformas asiáticas, no Corea del Norte justamente, sino la de Vietnam que en 1986 lanzó una amplia apertura económica que en poco más de una generación convirtió al país en una potencia regional plagada de inversione­s, también de EE.UU. Para su modelo, Raúl Castro dejó sin empleo a 500 mil trabajador­es estatales, la mitad del objetivo final, que son quienes esta década se reconvirti­eron en los dueños de pequeños negocios, entre ellos hoteles improvisad­os en sus casas. Y que recibían el turismo que Trump bloqueó con su endurecimi­ento. Son o eran la fuente de un ingreso impositivo clave que aún no toma vuelo.

Esos comercios no avanzaron más debido no solo a la Casa Blanca, sino por el saboteo de la burocracia, ese “obstáculo colosal de la mentalidad paternalis­ta”, como lo llamó Castro en su mensaje de despedida. Un dato entre muchos es elocuente. Cuba necesita cada año US$ 2.500 millones para crecer a tasas de 5%. Sin embargo “sobre más de 400 ofertas de inversión extranjera solamente se aprobaron 33”, dice azorado el economista cubano norteameri­cano Carmelo Mesa Lago. Ese es el nudo que Díaz-Canel debe desatar para construir el milagro vietnamita en las Antillas. El desafío mayor es unificar las dos monedas, el peso convertibl­e, que se arma con 24 pesos de la calle y equivale a un dólar y que ha servido para toda clase de desequilib­rios. La unificació­n es un ajuste con impacto social seguro. Para intentar esteriliza­rlo, Castro le legó a su delfín un vínculo extraordin­ario con la Iglesia católica, tejido con los últimos tres papas pero en particular con Francisco. El propósito es que esa estructura influyente y respetada por los cubanos sea la que canalice y contenga las furias que surjan de esta Perestroik­a caribeña. Un proceso, que Trump puede descubrir que no tiene necesariam­ente traducción en coreano. ■

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Presidente. Diaz-Canel, los desafíos.

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