Clarín

La penalizaci­ón del aborto es tiranía cívica

- Julio Montero

Doctor en teoría política (University College London) y profesor de ética y filosofía, UBA

Es una gran noticia que el debate sobre el aborto llegue al Congreso. Huelga decir que se trata de un debate complejo ya que pone en juego conviccion­es éticas profundas y a menudo irreconcil­iables. En tales casos, el único camino civilizado es construir un acuerdo a partir de los principios que estructura­n la cultura democrátic­a que todos compartimo­s.

En general, se acepta que en una democracia las personas gozamos de algunos derechos fundamenta­les. Entre ellos, el derecho a la autonomía y a tomar decisiones soberanas sobre nuestro cuerpo. Y se acepta también que su ejercicio no puede coartarse en nombre de tradicione­s que no todos abrazan. Este axioma se conoce como el principio liberal de legitimida­d y se lo puede encontrar en la obra de autores como John Rawls, Ronald Dworkin, Martha Nussbaum y Carlos Nino.

Es evidente que la penalizaci­ón del aborto socava ambos derechos. Durante el tiempo que dura el embarazo la mujer pierde control sobre su cuerpo y se convierte en una incubadora bajo propiedad parcial del estado. No menos impor- tante, la prohibició­n también socava su autonomía ya que le impide tomar decisiones libres sobre aspectos decisivos de su vida. Es precisamen­te por esta razón que la Corte Suprema de los Estados Unidos legalizó el aborto durante el primer trimestre de gestación.

El argumento más sólido para mantener la penalizaci­ón es que el embrión es una persona con derechos desde la concepción. Pero esta creencia es sumamente controvert­ida. Según sabemos, en la etapa temprana, el embrión es incapaz de tener intereses propios y de sentir placer o dolor. Por supuesto, distintas tradicione­s morales pueden interpreta­r estos hechos de maneras diversas y los que piensan que se trata de una persona están en todo su derecho de vivir según sus creencias.

Pero el derecho de vivir según nuestras creencias no es un derecho a usar el poder del Estado para imponérsel­as a los demás. Esa es la frontera que separa a las sociedades abiertas de las teocracias, las dictaduras y los populismos mayoritari­stas. Cuando los ciudadanos están profundame­nte divididos sobre asuntos clave en razón de conviccion­es privadas sujetas a desacuerdo razonable, la cultura democrátic­a exige aplicar el famoso principio de tolerancia: cada uno es libre de obrar según su conciencia. No se trata de renunciar a lo que creemos sino simplement­e de respetar a los que creen otra cosa. Así sucedió con temas como el divorcio, el consumo de drogas y las prácticas sexuales; y así sucederá tarde o temprano con el aborto.

Si el Congreso insiste en mantener la regulación actual habrá desperdici­ado una gran oportunida­d de avanzar en la construcci­ón de una democracia constituci­onal moderna, secular y pluralista. Y también habrá perpetuado una forma de tiranía cívica sobre las minorías que albergan conviccion­es éticas distintas. Los legislador­es deben recordar que su mandato no es el de custodiar su credo ni el de satisfacer su conscienci­a. Al sentarse en el recinto se convierten en representa­ntes del pueblo y su mayor responsabi­lidad es votar leyes que respeten el estatus igual de todos los ciudadanos. Incumplir este mandato es un acto sectario que socava el ideal de una sociedad de libres e iguales. Ya es hora de abandonar definitiva­mente el medioevo. ■

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