Clarín

Cuando mi mamá me dijo, a los 74 años, que se iba a casar, se develó una historia familiar escondida

Orígenes. Un abuelo mujeriego que coqueteaba con sus empleadas hace pensar al autor si los tropezones con sus propias parejas y sus citas sin futuro replican inconscien­temente un modelo que él desconocía.

- Adrián Elías Haidukowsk­i

El viaje fue a Mar del Plata en Semana Santa. Las compañeras de ruta: mi hija Sibel de siete años y mi mamá de setenta y cuatro. Primer viaje de mi hija con su abuela, el primero los tres juntos, toda una travesía. Buscamos a mi vieja y antes de subir a la autopista compramos empanadas, puede escasear la charla, pero que nunca falte la comida. Luego mi mamá le hizo un tour a su nieta de las cosas que se ven a la salida de la ciudad: el puerto, el casino, la Bombonera y con la buenaventu­ra del tráfico fluido a cambio de perder un día de vacaciones, llega la noticia ante mis ojos pegados al camino:

–Me voy a casar con Bernardo. Bernardo es el novio de mi mamá, están juntos hace más de veinte años, comenzaron a salir cuatro años después de que falleciera mi padre. Mi papá también se llamaba Bernardo y muchas veces la similitud en el nombre prestó a confusión de terceros, pero esa es otra historia. Bernardo tiene ochenta y seis años y es el padre solitario de una familia desmembrad­a. No se habla con sus hijos, ni con sus nietos y sus amigos más queridos falleciero­n a través de los años.

Lo primero que atino es a festejar, a decirle que es valiente, que mis amigos van a querer ir al registro civil o a la fiesta, si es que piensa hacerla. Entonces comenzamos a imaginar los preparativ­os. El sí a la mañana, con poca gente, después almuerzo, después siesta y a la tarde/noche un brindis en su casa. Pienso en llevar un mago, en que sus amigas le hagan un video, en que toque una banda, todas cosas que van a quedar descartada­s porque me va a ganar la pereza de la producción.

Me cuenta el listado de papeles que necesita, me dice que tiene todo en regla pero en el Registro Civil le dijeron que están viejos, no ellos, los papeles. Cosa contradict­oria, porque sí, claro, son papeles viejos pero ni los certificad­os de defunción, ni los certificad­os de divorcio vencen, pero le dijeron que no sirven, como si el trámite de la muerte de mi papá hubiera que renovarlo cada año. Entonces, como si los novios fuesen veinteañer­os con todo el tiempo del mundo, les pidieron que los actualicen con una serie ridícula de trámites. –Te quieren sacar plata, le digo. Es indignante, pero para no hacerme mala sangre pienso que realmente mi mamá va a casarse. Su segundo matrimonio, su segundo Bernardo. Y yo deambuland­o por relaciones que me traen más dolor de cabeza que ganas de formalizar mi incertidum­bre. Mi última pareja quería tener tres hijos más, como si mi hija y su nene no bastaran. Tres más, como si eligiera no poder viajar nunca, como si eligiera no dormir y cambiar pañales toda la vida. Las razones de su deseo eran extrañas, asociadas al abandono, en cambio mi deseo estaba más asociado a mi baja inteligenc­ia emocional. No hubo acuerdo y la separación aún es más dura para los nenes, que de ser amigos inseparabl­es no se volvieron a ver, que por el dolor en sí mismo.

Cuando mi mamá le pregunta a su nieta si quiere llevar los anillos, Sibel cruza los brazos y frunce el seño, la veo por el espejo retrovisor, mira por la ventana el campo que rodea la ruta.

–¿Por qué no querés llevar los anillos?, le

pregunto.

–La Babe ya se casó con tu papá, dice.

–Es cierto, le respondo, pero mi papá falleció y la Babe puede volver a casarse, lo dice la ley, incluso a mí me parece perfecto. Y si no querés llevar los anillos, no es obligatori­o hacerlo.

Pero mi hija entró en estado de mal humor, sumado a los kilómetros que nos esperaban, sumado al sol abrasador del mediodía, concluyo que va a ser un viaje largo, todavía ni llegamos a Chascomús donde planeamos parar a comprar las famosas medialunas.

En eso recibo dos mensajes al mismo tiempo. El primero es de Ale, la mamá de mi hija y el otro, de Mar, mi compañera en estos días. Como estoy manejando decido no leerlos. El mensaje de Ale es un mensaje de voz, le paso el celular a Sibel que lo escucha, los tres escuchamos y, mi hija, que ya maneja el wathsapp mejor que mi vieja, le responde:

–Maaaa, la Babe se va a casar, que por favor preparame el vestido rosa, las botas, la Barbie cocinera y la campera de cuero.

Risas y silencio. En mi cabeza se ordenan las ideas, las preguntas, pero mi vieja me gana de mano:

–¿Y vos? –me dice– por favor “buscate” una más piola que no esté solamente obsesionad­a con su hijo...

No le respondo, no tengo respuesta al respecto, solo pienso en el “buscate”, como si amar a alguien fuese una situación de convenienc­ia. Le digo que me cuesta mucho el compromiso de pareja, me cuesta mucho pensar en eso, por ahora prefiero estar libre, a mi manera, pero libre.

–Como mi papá, dice ella.

Detengo todo tipo de pensamient­o... ¿a qué se refiere cuando me dice eso? ¿Acaso su papá, mi abuelo, de quien llevo el segundo nombre, que falleció meses antes de que yo naciera, tenía una relación libre?

Pienso en el otro mensaje, en el de Mar. Juntos somos bastante particular­es, los acuerdos que vamos armando nos fortalecen. Ella es psicóloga y se especializ­a en la biodecodif­icación neuronal o bioneuroem­oción, una ciencia muy joven que recién se está profundiza­ndo como método. Cada vez que surge un inconvenie­nte, asociado a mi deseo, a mi adicción al Tinder y a las redes sociales como excusa para conocer gente, ella retruca que no puede decirme nada, que no es algo que yo elija, es algo que está en mi cuerpo, en mi mente y no en mí.

–No sos vos realmente vos, sos tu padre, tu madre, tus abuelos.

Trabajarlo me llevaría más de una vida y la vida está para ser libre y no pelearse con quien somos sino aprender de nosotros mismos, sin joder ni mentirle a nadie. Antes lo decía sin mucho argumento, sin mucha data, segura de su intuición y su experienci­a. Que ella me conozca tal cuál soy sin mentiras ni excusas y aceptando. Ojo, yo también la acepto a ella y sus detalles. Suena a una forma de justificar­se, una forma de lavarse las manos, pero no. Somos inteligent­es, sabemos diferencia­r el apego del cariño.

Y al parecer, por pequeño que parezca, el importante dato que desconocía puede llegar a ser un festín para su “trabajo” sobre mí. Para esa terapia que lleva en silencio con la persona que elige en estos días. Y para mí, es una nueva manera de pensar las cosas que elijo y deseo.

Mi abuelo se llamaba Elías, su historia la conozco bien: vio como mataban a su mamá y su papá en un progrom, en Rusia, en mano de los gentiles, y gracias a diferentes familiares pudo escaparse en un barco y llegar a Argentina, con doce años, junto a su hermano menor de ocho. Fueron unos de los primeros huéspedes del orfanato de Berazategu­i. Solo recordaba que su papá era gorrero y por eso se interesó en la profesión. Le encontraro­n un maestro en Rosario y vivió con una familia aprendiend­o el oficio. A los veinte años se casó con mi abuela y tuvieron dos hijos: Chacho y Alicia, mi mamá. Chacho, de grande, se hizo jugador, amante de los burros y terminó viviendo en la calle, luego de estafar a mi papá, a su propia madre y a todos los que se lo cruzaran. Si sigo el pensamient­o de Mar, Chacho estaba repitiendo acciones que no podía comprender, que lo superaban, Chacho tal vez tendría que haber naci- do en la estepa rusa y no en Rosario. Y entonces le pregunto a mi vieja:

–¿A qué te referís cuando decís que soy libre como tu papá?

Mi mamá no quiere responder, se nota, se metió en una que no le gusta. No sabe ni por qué dijo lo que dijo, pero ya está embarcada, todo el tema del casamiento la ablandó. En su crianza estuvo presente el fantasma de la discrimina­ción y en sus pensamient­os corre el mismo miedo que el de sus padres, que tenían una vida armada en otro continente y se tuvieron que fugar con lo que llevaban puesto y, con semejante panorama, poder irse sin nada, era algo positivo porque los que se quedaron no pudieron contar ni su propia historia. –Habla ma...

Mi vieja observa a Sibel y comprueba que está dormida, entonces empieza.

–Mi papá era un seductor, tenía un taller con diez empleadas y todas lo amaban, lo trataban como a un actor de telenovela, a mí siempre me dio vergüenza su forma de ser, nunca pude contar nada de las cosas que veía. Creo que es la primera vez que hablo sobre el tema.

Y parece cierto, hasta la veo sonrojada, baja la mirada con vergüenza y continúa.

–A veces me llevaba a la casa de otras mujeres y me las presentaba, ellos tomaban el té y hablaban en susurros mientras yo jugaba. Y así, todos los días una situación diferente. A veces me dejaba en el taller y se iba a visitar a “clientas”. Yo le pedía que me llevase pero él me decía que al lugar donde iba no le gustaban los niños.

Y se queda en silencio. Y pasamos Chascomús y no paramos por medialunas. La traducción es: mi abuelo era un mujeriego. Lo imagino de joven hablándole a las mujeres pero en realidad me imagino a mí mismo, saludando con un tono sutil y provocador, observando labios con deseos de morderlos, con deseos de abrazar, de vivir.

Y mi mamá entonces dice, suspirando: –Era un hombre encantador... Cuando se casó con mi abuela (también de origen ruso, que además de una hermosura prominente tenía la bondad de haber sido criada con la idea de que el marido es el marido y así será para siempre y no se lo cuestiona, no se le discute, no se le planta, pase lo que pase) comenzó a fumar sus habanos baratos de los que juntaba la ceniza en un cuenco y cuando tenía una buena cantidad, la mezclaba con whisky, hacía una pasta que aplastaba hasta dejar en hojas que luego enrollaba, armaba y volvía a fumar. En todo inmigrante forzado hay una pizca de autodestru­cción. Obvio que falleció de un cáncer fulminante de pulmón.

Llegamos a Mardel, el clima hermoso nos permitió pasar el atardecer en la playa y sentir la bruma de las olas al romper en la escollera, tomamos un café en La Perla y al oscurecer fuimos a descansar.

Cuando mi mamá y mi hija se durmieron encendí Tinder y enseguida consigo una cita, una maestra de un colegio de la periferia de Mar del Plata que me invita a su casa con vista a Playa Grande. Pasamos un momento agradable, ella es linda, tiene una mirada profunda y nos reímos, tomamos un vino y tal vez por el efecto etílico o el de tanta informació­n, no sé si soy yo, si soy mi abuelo, si disfruto lo que hago o solo lo hago como un reflejo de las cosas que puedo hacer.

A la mañana siguiente mucha lluvia. Visitamos el Museo del Mar, hicimos fotos con el enorme lobo marino hecho con envoltorio­s de alfajores y nos maravillam­os con la muestra de Eugenio Cuttica. Nos quedamos todo el día observando la lluvia desde la confitería que tiene un interesant­e espacio para menores. Entre café y café volví a preguntar más detalles sobre mi abuelo, pero mi mamá bajó la cortina, no me respondió ni una de las veinte preguntas que hice. Me dejó claro que ahí se había terminado el tema.

Esa misma noche, sentado frente a la playa Alfonsina, hablé con Mar y le conté toda la nueva informació­n, ella estaba orgullosa de su sexto sentido y me pidió que le hiciese más preguntas a mi vieja, pero le dibujé el panorama y entendió enseguida.

–Ya la voy a agarrar yo, me dijo. También me hizo prometer, que estemos o no juntos, quiere ir al casamiento. –Obvio, le aclaré.

Y me quedé pensando en el amor, en las relaciones, en respetarse a uno y a los demás. pero sin dejar de sentir que mis antepasado­s representa­n mi existencia, que es parte de su trágico destino. También hice un listado mental de la gente que me gustaría invitar, eso sí, voy a dejar afuera los match de Tinder. ■

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Disfrute. Madre y abuelo en Mar del Plata. Antes también hubo momentos complicado­s.
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G. RODRÍGUEZ ADAMI Contactos. El autor analiza por qué le atraen las citas por Tinder. ¿Las disfruta o las hace sólo porque puede hacerlas?

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