Clarín

Nuestros mapas afectivos

- Sensacione­s Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

La arqueologí­a familiar nos impulsa a una mirada tan atrapante como dura. Nos peleamos en el diván del analista por mandatos que nos hacen ruido, pero que igual nos sentimos compelidos a cumplir. O discutimos con padres y hermanos por aquella manera de decidir o porque se privilegia­ron tales valores y pautas y no otros diferentes. Son todos momentos de crecimient­o y se relacionan con mapas íntimos que podemos identifica­r. Pero hay un nivel más recóndito que escapa a nuestro conocimien­to. Determina conductas por herencias ancestrale­s que no sabemos cuándo se originaron. A veces ayuda mirar algún álbum antiguo de fotos que se conserve, aquellos que ya tienen casi un siglo. Observar las actitudes, las expresione­s, los cuerpos y pensar si hay algo que genera ecos.

Muchas maneras de relacionar­se tienen raíces lejanas. ¿Recordás a tus abuelos? ¿Eran afectuosos como el prototipo lo indica? ¿O había una dureza de fondo quizás porque la vida que conocieron era así y nunca mamaron otra forma de manejarse? ¿Hubo algún accidente que dejó miedos aunque haya pasado tanto antes de que naciste?

Cuando yo terminé el secundario y quise estudiar periodismo, tuve la gigantesca suerte de que después de un par de años de haber estado cerrada por el gobierno militar, la carrera se reabriera en la Universida­d de Rosario. Había otros lugares para cursar, pero de menor nivel y yo tenía como derrotero natural ir a la facultad. No era siquiera un mandato, simplement­e lo que iba a hacer, al igual que mis hermanos. No debía obviar los estudios universita­rios.

Unos años después pude vincular ese recuerdo con la arqueologí­a familiar que mencionaba. Mi padre –primera generación de argentinos– estudió ingeniería pero la emoción mayor de mi abuelo no fue esa, parece. Sin mayor vocación docente pero para tener ingresos propios, mi papá empezó a dar clases en una escuela antes de dedicarse de lleno a su profesión. ¡Un hijo profesor! ¡Un hijo que podía formar a otros! En la mente de un judío huido de la Rusia zarista en la que vivían tan discrimina­dos, significab­a tocar el cielo con las manos. Mi papá contaba cómo su propio padre, que no era especialme­nte expresivo, ese día estaba dichoso y con un orgullo que no le cabía en el cuerpo ni en el alma.

Había que formarse, pues. Lo supe años después cuando sentí tanto alivio al saber que la carrera de Comunicaci­ón Social reabría en la Universida­d.

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