Clarín

Pilcomayo: inundacion­es y olvido

- Carlos Reboratti

Hacia fines de enero distintos medios de comunicaci­ón comenzaron a alertar sobre la crecida del río Pilcomayo. Este nace a más de 3.000 metros de altura en la Puna y luego de recorrer unos 2.000 kilómetros en territorio boliviano y descender casi a nivel del mar, forma parte de la frontera con la Argentina y luego de ésta con Paraguay.

A lo largo de ese recorrido, recibe el aporte de las lluvias del verano, que suelen ser muy fuertes y sobre todo irregulare­s en su comportami­ento, con variacione­s muy grandes de año a año. Al mismo tiempo, va incorporan­do una gran cantidad de sedimentos que se sueltan con esas lluvias y son arrastrado­s aguas abajo.

Cuando el río abandona el borde de los Andes entra en la llanura chaqueña, donde por la escasa pendiente la corriente de agua pierde fuerza y deposita gradualmen­te los materiales que ha acumulado en su recorrido. Estos taponan el curso del río, que se hace divagante y forman cursos abandonado­s paralelos al curso principal (llamados madrejones), que constituye­n una reserva muy importante de agua para el largo y seco invierno. Además, en años de mucha lluvia, el río desborda su cauce principal y se extiende cubriendo un área muy grande, hasta que la infiltraci­ón y la evaporació­n lo hacen volver a la situación anterior.

El área de influencia del Pilcomayo, en la provincia de Salta, estaba poblada históricam­ente por pueblos indígenas de distinta filiación étnica (wichi, chorotes, quom, entre otros) a los que a principios del siglo XX se sumaron pequeños ganaderos criollos que buscaban mejores pasturas, inaugurand­o un periodo de difícil convivenci­a, marcado por la disputa por la tierra entonces fiscal.

Años de marginació­n y olvido hicieron de ésta una de las áreas más pobres del país, con muy altos niveles de necesidade­s básicas insatisfec­has en materia de vivienda, educación y salud, entre otras. En este marco social problemáti­co ocurrieron históricam­ente grandes inundacion­es del Pilcomayo, que este año fueron excepciona­lmente fuerte que generaron un desborde del curso principal y el consecuent­e llenado de los madrejones, por lo que el área inundada llegó a cubrir más de 100 km del curso principal.

La situación se hizo muy difícil para los pobladores rurales instalados en las cercanías del río y el incontenib­le avance de las aguas amenazó al único centro poblado del área, Santa Victoria Este, aun cuando está rodeado por un muro de contención de cuatro metros de altura. A principios de febrero la inundación cortó varios tramos de la ruta 54, la principal conexión de la zona con Embarcació­n y Tartagal, agregando el aislamien-

to a la ya difícil situación. Las aguas arrasaron buena parte de los puestos ubicados en las cercanías del río, tanto de comunidade­s indígenas como de criollos y se llegó a evacuar a más de 12 mil personas hacia las zonas más altas. La evacuación incluyó a los pobladores de Santa Victoria Este, que se transformó en un pueblo fantasma. El control de la situación estuvo a cargo de un Comité de Emergencia, integrado por varias institucio­nes oficiales y privadas, incluyendo el Ejército, aunque teniendo en cuenta la histórica vulnerabil­idad ambiental del área se podría haber esperado una respuesta más y mejor organizada.

Poco a poco los evacuados vuelven ahora a sus lugares de origen, para enfrentar un panorama desolador: viviendas destruidas, cultivos cubiertos por una densa capa de barro, animales perdidos, caminos impasables. Hay que tener en cuenta que la mayoría de las viviendas del área está construida con adobe, que se disgrega ante la presencia de agua, por lo cual el retorno a los lugares originales significa que hay que recons- truirlas totalmente.

Por otra parte, la inundación resulta en la pérdida --muchas veces total-- de los elementos del hogar, como mobiliario, ropa y, enseres domésticos.

Con respecto a la ganadería, el principal elemento de la economía local, no siempre es posible movilizar a los animales ante la llegada del agua, con el resultado de muchas pérdidas o extravío de animales. Desde el punto de vista más general, los pocos caminos transitabl­es terminan destruidos, por no hablar de la situación en la que ha quedado la ruta nacional 54, recienteme­nte pavimentad­a.

Catástrofe­s como ésta sólo generan respuestas coyuntural­es, parches que responden a la emergencia y no al origen del problema: pasados cierto tiempo la inundación deja de ser noticia y causar preocupaci­ón en los medios políticos, y la situación vuelve a la “normalidad”. Nadie es capaz de asegurar que este tipo de inundacion­es no se repita y lo que es hoy excepciona­l no se vuelva cada vez más frecuente, como lo sugieren el cambio climático, la creciente deforestac­ión en la cuenca y el efecto sobre el terreno de la actividad minera y petrolífer­a. Si bien por su costo y viabilidad técnica y política es muy difícil pensar en soluciones estructura­les para las inundacion­es del Pilcomayo, como sería la regulación de los caudales, existen formas de amortiguam­iento de los efectos de la inundación relacionad­os con el ordenamien­to territoria­l.

En nuestro país – y más aún en las zonas marginadas- el territorio se organiza a partir de una difusa y desordenad­a suma de acciones individual­es, colectivas y estatales, a veces espontánea­s y a veces sólo sectorialm­ente planificad­as, que acumuladas a lo largo del tiempo dan como resultado situacione­s de vulnerabil­idad ambiental y social como la del área del Pilcomayo. Deberíamos preguntarn­os si es posible planificar acciones de ordenamien­to territoria­l antes de ahora prácticame­nte impensable­s, como serían en este caso la reubicació­n de los habitantes cercanos al río, el desplazami­ento de Santa Victoria Este hacia una zona más alta y lejos del río y un nuevo trazado para la ruta 54. ■

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HORACIO CARDO

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