El comedido señor Rulfo
El señor Juan Rulfo está en Buenos Aires, en un puesto de la Feria del Libro. La gente pasa y algunos se detienen. Lo reconocen y le piden un autógrafo: “Es para mi hermana, sabe”. El señor Rulfo lo borda con letra trabajosa. O le hablan de las cosas más diversas, que él soporta con paciencia tímida. De Borges, él dirá: “Sí, me gusta mucho”; de la deuda externa: “Nosotros también la tenemos: lo que hay que hacer es declararse insolventes y que nos busquen, nomás”; de la caída del imperio colonial español (y le brillan por un momento los ojitos opacos): “To- dos los grandes imperios caen, ahorita falta solamente el de Ronald Reagan, pues”. El señor Rulfo escucha, escucha, murmura –el primer nombre de la nouvelle Pedro Páramo era Los murmullos–, hasta que llega alguien que le dice que Manuel Mujica Lainez está firmando libros acá cerca, si no querría ir a conocerlo. “No, gracias –dice el señor Rulfo– , ahorita estoy mirando libros”. “¿Tal vez más tarde?”. “Tal vez”.
Y se calla: sus silencios a veces se llenan de ironía, son filosos. Alguien le pregunta si no le interesa conocer a Mujica: mirada socarrona. Pocos minutos más tarde aparece el prestigioso polígrafo nativo, su bastón en ristre: “No quería dejar pasar esta oportunidad de decirle que lo considero el más grande escritor de América latina”, dice Mujica Lainez. “Gracias - dice el señor Rulfo-; igualmente”.